Por Christian León
En el cine posmoderno, articulado por cineastas como los hermanos Wachowski o Wong Kar-wai, el concepto moderno de “imagen-movimiento” es cuestionado. Hoy impera la estética de la inmovilidad. 
En Chunking Express (Wong Kar-wai, 1994), un oficial de policía sufre la perdida de un amor, su imagen inmóvil contrasta con el movimiento en cámara rápida de la gente que circula a su alrededor. En Ciudad de dios (Fernando Meirelles, 2002), Petardo sale en busca de una gallina y se encuentra con la banda del Zé pequehno, súbitamente la imagen se detiene, la cámara gira alrededor de Rocket y de golpe retrocedemos a los años 60. En The Matrix (Andy y Larry Wachowski, 1999), Neo esquiva un proyectil, su cuerpo en movimiento se congela mientras la cámara muestra la acción detenida con un giro de 360 grados. Estos son tres ejemplos de la nueva estética de inmovilidad que ha patentado el discurso posmoderno en el cine. Si hasta los años setenta el cine fue un arte del tiempo y el movimiento, en la actualidad el cine intertextual apela a una revalorización sensorial y gráfica que retiene el movimiento.
Atrás parece haber quedado aquel concepto de “imagen-movimiento” que, según el filosofo francés Gilles Deleuze, definió al cine. En el filme posmoderno, el movimiento es el paso de una imagen fija a otra, de un corte inmóvil a otro. Retomando la retórica visual anterior al cinematógrafo, el cine de la era electrónica apela a un retorno de la pose, solo que esta vez desligada de las connotaciones trascendentales que tuvo en la antigüedad. La técnica del “morphing”, que permite la trasmutación sin corte de un cuadro inmóvil a otro, se levanta como el nuevo modelo para el movimiento. El realismo propio del cine, defendido por André Bazin, parece ser insoportable para la sensibilidad contemporánea educada día a día frente al computador, en las imágenes entrecortadas de la webcam o en la animación de pocos cuadros de la Internet. El éxito de filmes como Corre, Lola corre (1999, Tom Tykwer), Kairo (2001, Kiyoshi Kurosawa) y Old Boy (2003, Park Chan-Wook) viene justamente de una sintonía con esa descomposición del movimiento a la que nos tienen habituados los videojuegos y la red.
Como lo ha formulado Thierry Jousse, en el cine posmoderno “lo sensorial preexiste al sentido”. Esta característica lleva a una valoración del espacio sobre la duración y plantea un redescubrimiento de la dimensión gráfica de la imagen. The World (2004, Jia Zhang-Ke) interviene el realismo del relato con coloridas animaciones que metaforizan los SMS que se envían los personajes a través de sus celulares. Mientras, The Pillow Book (1996, Peter Greenaway) se nos presenta como un delicioso homenaje a la dimensión espacial del cine. Más allá de la ilusión de realidad, el director británico realiza un sofisticado pastiche de texturas, grafías, visualidades y recuadros.
Por otra parte, cineastas como Quentin Tarantino, los hermanos Coen y Guy Ritchie lograron hacer un correalto filmado de la estética camp del cómic, la animación o el ánime. Fascinados por el universo visual y gráfico, introdujeron en la narración cinematográfica personajes dibujados con plumazos rápidos, caracterizados por rasgos visuales estereotípicos. De esta manera el trazo inmóvil terminó inoculado en el cine de acción contemporáneo. En una época en que “la velocidad absoluta que coincide con la detención”, cito a Virilio, el cine posmoderno parece haber llevado el movimiento a su límite supremo, la detención.

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