Por Alexis Moreano Banda
Sobre S-21: la Máquina de muerte de los khmer rojos de Rithy Pahn.
El filósofo Jean-Luc Nancy ha escrito que siempre será posible mostrar las imágenes más terribles, mientras que mostrar aquello que mata toda posibilidad de imagen es imposible, excepto cuando se repite el gesto que mata. Desde Auschwitz, sin embargo, toda representación de este tipo es imposible, irrepresentable y por ello mismo prohibida: no porque una forma de autoridad cualquiera así lo haya decidido, sino por- que una re-presentación del horror absoluto, una repetición de su acontecer, es tan impensable como el acontecimiento mismo.
En 1979, el corresponsal en Camboya de un periódico británico afirmaba sentirse en la obligación de “describir algo que va más allá de la imaginación de los hombres”. Lo que había visto, aquello de lo que debía darnos cuenta (“es mi deber”, ha escrito), no sólo era irrepresentable, sino in-imaginable, sin imagen posible. Sólo la palabra podría restituir en parte el horror que el corresponsal había presenciado al cubrir la caída del régimen de los Khmer Rojos, que había exterminado en menos de una década a millones de personas. Entre ellas, cientos de miles murieron en condiciones atroces, recluidas en centros de detención metódica- mente provistos de unidades de trabajo, de interrogación y de tortura. Centros concebidos para humillar antes de exterminar, en los que se requería el permiso expreso de los guardias no sólo para hablar, sino para “hacer cualquier cosa”, incluido moverse. Centros en los que los hombres eran apiñados por fuerza unos junto a otros cuando vivos, unos sobre otros cuando muertos. Centros en los que cagar o salpicar los orines fuera de una minúscula letrina podía valer la tortura o la muerte, o ambas. Centros en los que cada detenido era sistemáticamente fichado y fotografiado sin más fin que llevar la cuenta del exterminio. Bajo el techo de uno solo de estos centros, llamado Tuol Seng, fue- ron asesinados 17000 detenidos. En los años que precedieron al régimen había sido una escuela primaria. Hoy alberga el Museo de la memoria del genocidio.
Bajo el régimen de Pol-Pot, Tuol Seng fue el centro de operaciones de la unidad de represión S-21. Hace pocos años, el director de cine Rithy Panh, cuyos padres murieron en un centro de
exterminio, convenció a un puñado de sobrevivientes y a algunos de sus antiguos carceleros y torturadores para que visiten con él el edificio. Víctimas y verdugos recorrieron juntos las salas e intercambiaron palabras ante la cámara, por primera vez en plena libertad, sin necesidad de permiso. Panh los filmó recordar, y filmando sus recuerdos filmó una parte de la memoria que su país se empeña en mantener negada.
En una escena inolvidable, un antiguo guardia, Poeuv, explica qué sucedía en las diferentes salas del centro. Como si el hecho de recordar lo hubiera transportado físicamente al pasado, lo vemos adquirir un tono de voz, un paso, una autoridad decididamente inhumanos. Con él recorremos las salas mientras lo escuchamos describir con una precisión tan gélida como asombrosa los métodos que usaba para controlar o intimidar a los prisioneros, cómo les repartía o negaba el alimento, qué castigos merecía cada violación del reglamento, cómo les ajustaba las ataduras… Las salas están vacías, en ellas no queda más que ruina y memoria. No vemos nada, pero con cada palabra la imagen del horror se nos presenta nítida, precisa, evidente. En otra secuencia, escuchamos al realizador preguntar a Van Nath, uno de los sobrevivientes, si sería capaz de perdonar a sus torturadores. Tras un largo silencio, Van Nath responde que sólo podrá reflexionar sobre ello a partir del momento en que alguien empiece por pedir perdón (lo cual ningún antiguo miembro del régimen ni de las potencias occidentales que iniciaron el genocidio ha hecho todavía). Aquel silencio prolongado, esas palabras justas, aparecen de pronto como la imagen misma de la humanidad.
Referirse a un documental como éste en términos de arte o de cine tiene sin duda algo de indecente, y no me lo permitiría si no fuera por- que el filme muy bien lo permite. Godard dijo alguna vez, y no sin razón, que el cine empezó a morir a partir del momento en que no supo, no pudo o no quiso producir una imagen capaz de dar cuenta del horror de su tiempo. S-21: la máquina de muerte de los Khmer Rojos es una de esas raras obras que parecieran aliviar en parte esta deuda, no sólo porque es un filme valiente, necesario y más universal que lo que uno esperaría, sino porque la manera en que trabaja con miras a reconciliar un pueblo con su memoria permite imaginar también un principio de reconciliación de su arte con la historia.

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