Por Alexis Moreano Banda
Le Couperet de Constantin Costa-Gavras es una reflexión sobre la pérdida de humanidad de un individuo y una fábula moral altamente politizada.
En otra vida, Bruno Davert ocupaba un alto cargo en el departamento técnico de una exitosa empresa papelera. Gozaba de un estilo de vida confortable, y su actividad profesional bastaba para cubrir holgadamente las necesidades de su familia. Un buen día cayó sobre su cabeza el primer hachazo, cuando le comunicaron que la empresa sería pronto deslocalizada y que el plan de reestructuración contemplaba una importante reducción de personal. El golpe fue seco, el corte limpio y concluyente: “Estás despedido”, le dijeron sin más. Fue hace algo más de dos años, y desde entonces Davert no ha parado de responder anuncios y encadenar entrevistas, tímidamente al inicio, frenéticamente después, siempre sin éxito, mientras veía a su familia descomponerse gradualmente y se sumía en una depresión cada día más profunda.
El segundo hachazo se lo procuró él mismo, cuando decidió que era tiempo de salir de caza. Hoy Davert recorre el país al encuentro de otros tipos desempleados como él y con calificaciones profesionales similares a las suyas. Con ellos conversa, intercambia experiencias e impresiones, y reconoce en cada caso su propia historia, lo que basta para despertar en él un afecto inmediato y sincero por estos desconocidos. Pero sabe que cada uno de ellos es también un competidor potencial en el mercado del trabajo, un obstáculo a eliminar en toda lógica, y por ello ha decidido matarlos. No lo motivan el odio ni la sed de venganza; no busca satisfacer un oscuro placer ni aspira al menor reconocimiento; no se considera un “justiciero” ni se comporta como un loco furioso. Davert no es más que un sobreviviente en una jungla cuya ley impone la competencia entre individuos por sobre la solidaridad entre semejantes.
En otra vida, Bruno Davert respondía a un nombre que subrayaba su carácter de predador. Entonces se llamaba Burke Devore, y era el personaje protagonista de “The Ax”, la novela del estadounidense Donald Westlake (1997) de la que se inspira el filme. Al inicio del relato, narrado en primera persona, Devore se lamenta por no tener cerca a su padre, pues hubiera querido preguntarle cómo hace uno para saber si es capaz de matar a otros hombres. Su progenitor, ahora difunto, había combatido contra el nazismo en la Segunda Guerra Mundial, y con toda seguridad había matado a varios combatientes enemigos. La legitimidad de estos asesinatos es indiscutible, y la culpa no cabe cuando se trata de defender su propio pellejo. No, el dilema de Devore no era saber si los crímenes que se disponía a cometer son justificables, sino entender a partir de qué momento un hombre comprende que es capaz de pasar al acto. No sorprende que la novela haya interesado a un director como Costa-Gavras, quien lleva cuatro décadas explorando de manera coherente y sin concesiones los momentos más oscuros de la historia reciente en Occidente, y en cuyas manos el culto al rendimiento y el integrismo del consumo en el capitalismo contemporáneo no pueden ser sino el nuevo rostro de los totalitarismos de siempre. Lo mismo cuando ha tratado el nazismo (Amén, Music Box…) que el espectáculo mediático (Mad City), las dictaduras de izquierda (La confesión) o de derecha (Z, Missing…), la obra de Costa-Gavras se ve siempre atravesada por una misma interrogación: ¿qué es lo que hace que un hombre pierda su humanidad, y qué queda de él una vez que la ha perdido? Le couperet hereda esta filiación con particular fortuna.
El actor que interpreta a Bruno, José García, es conocido principalmente por sus roles cómicos y distendidos. Su participación a la cabeza del reparto es uno de los grandes aciertos del film, no sólo por la excelente prestación que realiza, sino porque la natural simpatía que despierta contribuye a recrear en la experiencia cinematográfica la empatía de primera mano entre público y asesino que Westlake había conseguido producir en la novela. Devore/Davert no es sólo un tipo agradable de frecuentar, sino uno más entre nosotros, como nosotros, lo que le merece nuestra inmediata adhesión y solidaridad, aún a sabiendas de que es un asesino. Es de esta complicidad que el relato extrae su fuerza, y es precisamente la normalidad de Bruno lo que hace de Le couperet un filme de horror, aunque de un horror singular que evita todo derroche inútil de sangre y adrenalina y que no teme recurrir al humor y a una cierta ligereza. Y tal como sucede en los mejores ejemplos del género (Romero, Argento, Hopper…), Le couperet es también –y sobretodo– una fábula moral edificante y altamente politizada que se sirve de la ficción para retratar por analogía el horror cotidiano.
Le couperet da para hablar de muchas cosas que el reducido espacio de esta columna me obliga a dejar de lado. Quisiera mencionar a manera de cierre un dato que pudiera pasar por anecdótico, si no fuera porque abre una pista de comprensión de esta obra cuya sobriedad redunda en una afilada crítica no solo del sistema económico dominante, sino también de sus instrumentos privilegiados. El lector recordará que, en otra vida, el fotógrafo italiano Oliviero Toscani firmaba las campañas publicitarias de una importante transnacional de la moda. En Le couperet, es él quien ha concebido tanto el (magnífico) afiche del filme como las pancartas publicitarias que aparecen esporádicamente en los planos secundarios. Se trata de imágenes que muestran siempre lo mismo: segmentos del cuerpo femenino exhibidos para vender algún producto de lujo que no nos es dado a ver. Publicidades sin objeto preciso, sin marca visible, que no pueden vender otra cosa que la publicidad en sí misma. En una fracción de segundo, el filme subvierte el mecanismo y desvela al mismo tiempo la lógica absurda de un sistema que no duda en despedazar cuerpos y vidas para mantener el consumo en marcha. Y pareciera decirnos que si la estructura no ha sido desmontada, es quizás porque cada individuo vive amenazado por un hachazo inminente, mirando aterrorizado las cabezas caer y preguntándose quién recibirá el próximo golpe y cuándo le llegará el turno – allí donde la pregunta debiera ser: ¿quién maneja el hacha?

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