Por Galo Alfredo Torres
En el ideario de Alejandro Jodorowsky encontramos un despliegue de misticismo y esoterismo.
Sí. Existe una auténtica avis rara en el horizonte del cine hispanoamericano y quizá universal. Es un chileno de origen ruso, se llama Alejandro Jodorowsky, y tiene tanto talento e imaginación como para emigrar –cómodamente parece– de una geografía a otra del planeta y de un arte a otro. Es también una avis peregrina: 1. Cineasta. 2. Novelista. 3. Dramaturgo. 4. Guionista de cómics. 5. Marionetista. 6. Experto en tarot y 7. ¡Sanador! En limpio: siete películas, unas cuántas novelas y colecciones de cómics, obras de teatro y puestas en escena y una fama transcontinental-generacional como shamán y psicomago. La poeta chilena Lila Calderón me ha comentado en estos días sobre la enorme expansión de Jodorowsky en la joven generación chilena, fruto claro de su talento pero igualmente de la “mediatización” de sus performances sanadores y contemplativos.
Varios conceptos básicos son ineludibles para entrar en el mundo alucinante y bizarro –como pocos– de las imágenes cinemáticas del mago Jodorowsky: 1. Pan: dios de la potencia sexual, símbolo de la energía universal, de la fertilidad; dios total. 2. Pánico: movimiento nacido en 1962, fundado por Jodorowsky, Topor y Arrabal, bajo las premisas estéticas y éticas del terror, el humor y la ubicuidad; crítica de la razón pura; pandilla sin leyes ni mando; explosión de Pan; himno al talento loco y rechazo a la seriedad; arte de vivir basado en la confusión, el azar y el principio de indeterminación con la memoria de por medio. 3. Inconsciente: esfera mental en la cual están comprendidos los deseos –primitivos o reprimidos sus imágenes– de los cuales el sujeto no tiene conocimiento y que afloran a la conciencia por medios psicoterapéuticos o un –importantísimo para el militante pánico– fuerte shock emocional. 4. Director de arte: especialista que dirige el equipo que fabrica objetos, acondiciona lugares y demás indumentaria para crear el mundo imaginario de aquel cine predominante- mente visual. 4. Cine arte: concepto más difícil de establecer –habría que discutirlo junto al de cine puro–, pero digamos en sentido amplio de aquel que privilegia la composición de la imagen, reniega de narratividad y su motor causa-efecto. 5. Símbolo: objeto o imagen, que desoculta y vela, que dinamiza, organiza y pone en movimiento todo el psiquismo, que anima los grandes conjuntos de lo imaginario, los arquetipos y los mitos.
Bachelard en “La poética del espacio” habla de la memoria y la imaginación como instrumentos para evocar las imágenes, para recuperar la poesía perdida en la “casa de la infancia”, almacenada en el inconsciente –morada primitiva– y que se actualizan en el recuerdo y los sueños por medio del “topoanálisis” o “estudio psicológico sistemático de los parajes de nuestra vida íntima”. Jodorowsky propone otro método para tal recuperación, promovida con fines estéticos y de catarsis terapéutica: convocar y aliviar al inconsciente construyendo imágenes parecidas a las que él produce: fuertes, irracionales, delirantes, exageradamente despiadadas a veces –el erotismo de Jodorowsky siempre tiene tintes sadomasoquistas– pero dotadas de gran plasticidad y poesía.
Nada nuevo. Porque en todo este ideario y praxis creadora es posible rastrear antecedentes: 1. Misticismo y ocultismo. 2. El gran guiñol y sus proclamas de crueldad. 3. El surrealismo y su canon de la poesía como el encuentro en una mesa de quirófano de una máquina de escribir y un paraguas. 4. El barroco, que como decía Sarduy, se propone una página abundante, repleta, amazónica. Jodorowsky empluma, pinta, re-marca personajes. Todos estos elementos, a dosis más o menos azarosas, articulan una poética y un estilo, como se ve, ecléctico, desbordante y en muchas secuencias inaprehensible, puesto que exigen unas competencias informativas demasiado especializadas y singulares. Gurdjieff, Krishnamurti o Madame Blavastki para mayoría de nosotros son únicamente nombres que hemos escuchado por allí, pero que para Jodorowsky son claves a la hora de componer las imágenes de sus películas.
En el marco de lo apuntado, Fando y Lis (1969) es una historia de amor en la que lo que menos cuenta es la historia y el amor, es decir, el hilo narrativo es tan débil que apenas logra sostener el peso y densidad de unas acciones que más tienen de performance y una escenografía que mucho le debe al ensamblaje artístico. Las deudas con El perro andaluz y La edad de oro de Buñuel son bastante claras, más todavía si nos percatamos de las rupturas tiempo-espacio, tan propio de los sueños y los procesos de composición surrealistas.
El Topo (1970) es un western a la mexicana jalo- nada por ese particular culto a la muerte y la autodestrucción del espíritu maya. En esta película hay ciertamente un engrosamiento del hilo narrativo, con personajes y acciones más o menos concatenadas, pero es un filme en que el mago-creador y compositor de imágenes que es Jodorowsky logra momentos de verdadera poesía visual aún en los pasajes de más excesivos y por momentos gratuitos. Un golpe al inconsciente.
Esotérica a más no poder, La montaña sagrada (1973) pone el acento sobre el tema religioso y la búsqueda de cierto absoluto. Las referencias a Cristo y su pasión son invertidas al punto de que el Mesías de Jodorowsky recorre un camino bastante pagano y anarquista, efectuando en cada estación –gozosa y dolorosa– acciones reñidas con el relato del evangelio. Su camino no lo lleva al Gólgota sino a un círculo dominado por los poderosos de este mundo y junto a ellos buscará la “vida eterna”, que al final –de filiación brechtiana– resultará ser el espejismo del cine, el sueño y la magia de las imágenes móviles: fotos y sonido.
La simbólica del director es abundante. Pero destaquemos la presencia del enano –tan caros a Velásquez, Buñuel y Sarduy– que acompaña al personaje central de La montaña sagrada y de Santa Sangre (1989), pero que también está en las otras películas, como una especie de Sancho disminuido, consolador y guía, y cuyos opuestos –símbolos del exceso barroco– son la gigante tatuada y el no menos gigante luchador hermafrodita de Santa Sangre. Y del circo, morada lógica de la magia de la transmutación de la realidad. Memorable es el pequeño circo de La montaña sagrada donde se pone en escena la conquista de México, cuyos actores son una legión de ranas: ejemplar en el orden del humor negro del cine de Jodorowsky. Otro tanto le cabe al circo y demás habitantes de la carpa que anida la diégesis de la edípica, psicoanalítica y decadente Santa Sangre, película en la que además hay que subrayar la música, o más específicamente las canciones: verdadero homenaje a los ritmos y melodías del alma popular.
Roberto Bolaño fue amigo de Jodorowsky. El narrador chileno lo vuelve personaje de su relato “Carnet de baile” (Las putas asesinas, 2001). La voz narrativa de ese texto dice de Jodorowsky, ya al despedirse: “También supe, pero esto de una forma más oscura, que no volvería a tener un maestro tan simpático, un ladrón de guante blanco, el estafador perfecto.” Líneas en verdad extrañas, pero tan apropiadas para describir la sensación que nos deja el cine de un mago, de un ilusionista del que sospechamos algún grado de superchería, pero ante cuyas imágenes nos dejamos: 1. Subyugar. 2. Encantar. 3. Sanar.

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