Por Álvaro Muriel
En este artículo su realizador narra el periplo y la belleza de realizar: Afro, la voz de los tambores
En una escuela en penumbra un conjunto de marimba ensaya su música y su baile. Cerca de allí, a punta de bombo, una coreografía frenética se abre paso en plena calle. Más allá, en otro barrio, una banda salsera acapara el patio de una humilde vivienda y, apenas a unas calles de distancia, un grupo de mujeres mece la tarde ardiente entre arrullos y chigualos. Esmeraldas. Tierra de música.
Mirar una película –perdón por la perogrullada– es en cierto modo hacer un viaje. Filmarla, en ocasiones, también. En el caso de Afro, la voz de los tambores, el viaje, si bien metafórico, es al mismo tiempo real, vivencial. Un viaje cuyo itinerario nos traslada en un ir y venir constante, de Esmeraldas a Borbón, de Borbón a Telembí, y a San Miguel, y a Wimbí. Lugares de referencia obligatoria en los que aún subsiste, ojalá por mucho tiempo, la esencia profunda del ser afro esmeraldeño. Viajamos en busca de las raíces, del recuerdo indeleble, de la lección antigua de los viejos. Otras veces, buscando un no-sé-qué, seguros de que existe.
El desafío no es menor, pero tenemos la suerte de viajar acompañados. Nos dejamos llevar de la sabiduría de cuatro (entre tantísimos) de los “abuelos” más sobresalientes: Petita Palma, genio y figura del baile de marimba; Rosita Wila y su estremecedora Voz del Niño Dios; Papá Roncón, para muchos el marimbero mayor; y José Gregorio, mejor “Nacho”, de cuyas manos aún emergen cununos con aromas a selva.
En esta travesía, salen a nuestro paso otras voces, talentos de nueva generación que, aunque respetuosos del saber de sus mayores, abren un espacio a la ruptura y la innovación, indispensables en todo proceso creativo. “Nosotros nacimos con una cultura ya formada; no tenemos nada que rescatar”, dice uno de ellos; “tenemos una estructura de donde partir, pero vamos más allá, porque el mundo gira y no nos podemos quedar”, completa otro. En un poblado del norte, por la noche, un grupo de mujeres acompaña la despedida del difunto con una letanía interminable. Río arriba, una oración multitudinaria opaca el cadencioso paso de la procesión de Viernes Santo; oración que al principio es tan solo murmullo, y luego asciende, hasta estallar en auténtico delirio.
Haciendo cuentas, casi ocho años han transcurrido desde la idea germinal de esta película. Algunas cartas enviadas, algunas puertas tocadas; ambas sin respuesta. Pero, feliz coincidencia, en el camino habríamos de hallar y contar también con el material de archivo formidable de la Fundación Paradocs, grabado pocos meses antes en las mismas localidades, con los mismos personajes y con idéntica sensibilidad y buen oficio.
Por si a alguien le interesara, se trata de un documental sobre la música negra del Ecuador, pero más que eso, anhela constituirse en un homenaje a sus “cultores mayores”; verdaderas leyendas vivas de nuestra identidad.
A lo largo y ancho de este viaje, esos ríos, esos bosques, esa naturaleza amputada de madera y animales. Y aquí y allá, cientos de niños delgados, de pañuelo y de sombrero, bailando al son de una cultura que resiste, por siempre unida a través de los tambores.
Al final, como siempre sucede, nos queda la interrogante de saber si con el material seleccionado (de las casi cuarenta horas de registro) logramos nuestro cometido: esbozar con algo de fidelidad la infinita riqueza de la música afro esmeraldeña. Aunque probablemente, una vez más, lo más valioso de este viaje se haya quedado en las imágenes no usadas o, mejor aún, en los momentos vividos antes del encendido de la cámara.

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