Por Alexis Moreano Banda
Nacimiento de los pulpos, filme francés de Céline Sciamma.
La adolescencia es un tema recurrente en el cine, pero raros son los casos en los que una película consigue instalar de manera efectiva, tanto a nivel del relato como de la representación, ese frágil equilibrio, esa tensa vacilación que marca el paso de la infancia a la edad adulta. Nacimiento de los pulpos, el primer filme de la joven realizadora Céline Sciamma, sobresale en este sentido porque, mas allá de su depurada puesta en escena, sorprende por la justeza de la mirada con que observa a sus personajes y la plena coherencia entre el tratamiento temático y el universo formal que lo soporta.
Los “pulpos” a los que alude el título no son sino una manera de nombrar al deseo, ese monstruo que incuba en las entrañas y cuya gestación apenas se percibe, pero que una vez que nace s e torna incontenible, extendiendo sus tentáculos hasta tomarse el cuerpo entero. Tras una lograda secuencia de apertura, que sitúa de entrada al cuerpo femenino como la geografía mutante que explorará el relato, el filme de Sciamma arranca realmente cuando Marie, el personaje principal, se encuentra de improviso ante la belleza de Floriane y, subyugada, pierde por unos instantes el control de su cuerpo. Cuerpo que en cuestión de un santiamén se ha tornado extraño, paradójico, a la vez el mismo y ya substancialmente otro. Cuerpo que reacciona con una exaltación pueril ante una pulsión ya adulta, y que súbitamente aparece a la vez demasiado grande para prolongar los juegos infantiles y demasiado inmaduro para acoger la sexualidad que se descubre. Floriane, por su parte, se debate en la oposición entre un cuerpo ya plenamente desarrollado y un espíritu que se resiste a acompañarlo. Inadecuación que afecta por igual a Anne, la amiga de infancia de Marie, aunque de un modo simétricamente opuesto: mientras que Floriane no se halla en un cuerpo objeto de todas las miradas, Anne se desvive porque una mirada se pose en ella.
Entre los principales méritos del filme, destaca la estricta focalización del relato en sus tres personajes principales. Aquí no hay personajes secundarios, sino a lo sumo entidades heterogéneas. Mientras que los padres están rigurosamente fuera de campo, los personajes masculinos forman un grupo sin singularidad aparente, en donde cada elemento aislado remite a un todo homogéneo, a ese gran Otro que atrae lo mismo que asusta: el sexo opuesto. Sólo “las chicas” parecieran importar ante la cámara, y ciertamente no por facilismo ni por falta de recursos, sino porque el filme se construye integralmente desde una mirada femenina, análoga a la de las “chicas”, y porque ellas bastan a fin de cuentas para ir al fondo del problema.
Del mismo modo, la película carece de toda marca o referencia que pudiera circunscribir la acción a una temporalidad, una localidad o una clase social determinada, manera de esquivar los riesgos de la crónica social y de ampliar, al mismo tiempo, el campo de la identificación. Y es que el trance que atraviesan Marie, Anne y Floriane ni resulta de una “diferencia” específica ni las torna “especiales”. No, las tres son chicas a fin de cuentas normales, y es virtud de la realizadora limitarse a explorar las ambigüedades e incertidumbres que les son comunes y evitar todo comentario.
Pero Nacimiento de los pulpos va bastante más allá de la observación naturalista o la simple descripción clínica, para afirmarse como un mundo en sí misma. Como toda película de interés, sus mayores virtudes reposan en la solidez de su sistema simbólico, que en este caso se articula en torno a la evocadora presencia de los fluidos: la piscina como ámbito amniótico o como esfera de promiscuidad, los jubilosos escupitajos de agua entre las amigas, los intercambios de saliva que lo mismo consagran una unión que sellan su término, las lágrimas, los sexos que se humedecen. Un primer filme que es ya una obra de transición, incompleta sin duda pero ya notablemente madura. Una película de jóvenes, sin duda. Pero sobretodo una película joven.

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