Por Christian León
Apichatpong Weerasethakul de Tailandia es un cineasta periférico, poscolonial y de gran vanguardia.
Ahora que los Coen y Paul Thomas Anderson han vuelto su mirada al cine clásico, ahora que Tarantino ha confesado su nostalgia y Wong Kar-wai prueba repetirse, me place homenajear al más radical de los cineastas. Aquel que se atrevió a hacer lo que pocos: demostrar que la vanguardia cinematográfica está en las regiones más apartadas del planeta.
Con 5 largometrajes a su haber y uno sin estrenar todavía, Apichatpong Weerasethakul se ha forjado como un cineasta de principios inclaudicables. Es marginal, bizarro, marica, tailandés, es todo esto y no se arrepiente. Se resiste a negociar con las majors de su país, rechaza toda forma de censura religiosa o estatal, cuestiona las convenciones cinematográficas, complejiza toda estandarización de las relaciones sexuales. Con 38 años encima, de aspecto frágil y pocas palabras, Apichatpong se ha convertido en un verdadero ejemplo de las posibilidades del cine aun en geografías periféricas signadas por la falta de recursos, la censura política y la hibridez cultural. Un cineasta poscolonial por antonomasia.
Mi primer encuentro con la obra del tailandés fue en el Festival de Cine de Cuenca. La película era Blissfully Yours (2002), venía con el gancho de haber ganado el premio “Una cierta mirada” del Festival de Cannes. Cuando entré en la sala toda la expectativa fue rebasada. Nunca había visto algo parecido. Con un delicadeza extrema, Weerasethakul hacía un registro de acciones mínimas que trenzaban la historia de dos adolescentes y una mujer mayor. Transcurridos cuarenta minutos, aparecen los créditos del filme e inicia un delicioso viaje plenamente sensorial, lúdico y lubrico, por un bosque. En una tarde calurosa, a las orillas de un río se consuma el fellatio más sosegado, apacible y bello que haya visto. Como sucede en Los muertos de Lisandro Alonso o en Old Joy de Kelly Reichardt, en la película la historia es devorada por el ambiente. Solo nos queda el puro regocijo de los sentidos, y no es poco.
Años más tarde, cuando vivía en Buenos Aires se estrenó Tropical Malady (2004), Gran Premio del Jurado en Cannes. No cabía de la dicha. Fui a ver la película el primer día en primera fila. Nuevamente un agasajo a los sentidos, solo que esta vez el desafío era mayor. La película presentaba una estructura bipolar que fracturaba la historia en dos. En la primera parte contaba la relación homo-erótica entre un apuesto soldado y un joven campesino. Luego la misma historia era vuelta a contar en clave mítica a través la casería sigilosa que emprende el soldado en busca de un shamán que tiene la facultad de transformarse en tigre. Como sucede en Mulholland Drive, en un momento dado las identidades se perturban y un mismo actor interpreta a dos personajes diferentes sin que medie ninguna justificación dramatúrgica.
Un año más tarde, mientras realizaba la cobertura del Festival de Cine de Buenos Aires, pude ver Syndromes and a Century (2006). Una película que lleva la experimentación característica de director Tailandés a un nivel de sofisticación inédito. A través de varias historias que se dan en un hospital, el director se burla tanto de la cultura occidental como de los iconos religiosos de la cultura tailandesa. Con un humor desopilante despierta la dimensión mágica y a la vez absurda que puede tener la racionalidad, la ciencia, el propio cine.
Finalmente gracias a internet y sus tiendas virtuales conseguí dos filmes más, según muchos imposibles de encontrar. The Adventure of Iron Pussy (2003), codirigido con Michael Shaowanasai, es una parodia retro queer anticolonial que critica el filme detectivesco al estilo James Bond. El detective es un travesti bien tailandés que termina prefiriendo a una macho criollo local y dando la espalda al inglés guapito. Mysterious Object at Noon (2000), ópera prima de director, es un cuento documental muy similar en muchos sentidos a Crónica de un verano de Edgar Morin y Jean Rouch. Aquí los protagonistas no son los intelectuales del primer mundo sino pobladores campesinos del tercero que juegan a continuar por todos los medios un cuento inconcluso que pasa de boca en boca.
Con la potencia del Buñuel más rabioso, la ironía del mejor Tarantino, la sutileza del mejor Sokurov y una conciencia política que ya envidiaría Sembène, Apichatpong Weerasethakul ha mostrando que ser radical es posible. También necesario cuando se habita en la periferia.

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