Por Daniela Alcívar Belollio
El luchador, cinta de Darren Aronofsky con Mickey Rourke,
Mickey Rourke se retiró de su actividad artística para dedicarse a la lucha profesional, lo cual lo arrancó del éxito para sumirlo en una suerte de submundo plagado de fracasos. En una entrevista, el actor dijo que haber pasado de la fama a la miseria y la soledad fue una especie de pesadilla. Esta duplicidad (fama/miseria) parece haber sido aprovechada en El luchador como un mecanismo efectivo de dirección cinematográfica para iluminar una zona que es, no quedan dudas, bien oscura: la vida de un luchador cuarentón que ha perdido todo.
En El luchador, Darren Aronofsky explora las posibilidades de la concepción occidental del mundo basada en el orden binario: Randy es un hombre violento y a la vez necesitado de compañía, es un luchador pasado de moda y también alguien que vive de su fama. La doble cara del protagonista elabora al mismo tiempo la forma de la película: con habilidad, el director trabaja los ambientes diurnos en contraposición a los nocturnos para dar cuenta de un estado de ánimo o, en términos de Deleuze, de un “paisaje interior”.
La noche en El luchador funciona como la mímesis ambiental del protagonista en estado precario: Randy luchador. Como es común en Aronofsky (exhibidas en estas salas: Pi de 1998, requiem por un sueño, 2000), la fotografía está diseñada para que narre, ella misma, obstinadamente, la historia: luces enloquecidas en tonalidades estridentes, que remiten constantemente al submundo de las discotecas baratas y las casas de prostitución, dan la medida de una parte (la más fuerte, quizás) del personaje. Como hacia su estado natural, Randy desemboca una y otra vez en esa parte del mundo de la que pretende escapar.
El día presenta un tratamiento distinto pero no opuesto. Resulta evidente la intención deliberadamente naturalista que desde la dirección de fotografía ha querido poner de manifiesto otro aspecto de Randy: durante el día el personaje busca la reivindicación, recuperar a la hija, encontrar una pareja, trabajar regularmente en un supermercado. Pero, a pesar de esta contraposición, hay algo que no termina de ser del todo distinto. La momentánea euforia de Randy, su fugaz éxito con la hija, su decisión de abandonar la lucha se ven boicoteadas en todo momento por una especie de pulsión de fracaso que tiene como marca la acción de la voluntad: el fracaso del personaje es tan inevitable como voluntario.
La película parece decir, en todo momento, lo que el personaje no es capaz de decir; lejos de los juicios pero con sinceridad suficiente, hay una especie de voz (voz silenciosa, voz visual) que revela la cifra de todo el fracaso del viejo luchador. Esa cifra, que por momentos toma la forma de una máxima, podría sentenciar: no se puede ser lo que no se es.
La tentativa de desobediencia de Randy a su destino concluye, tal como ocurría en la tragedia griega, en la desaparición y en el aniquilamiento: el salto final, absolutamente consciente, es la aceptación tardía de lo ineludible. Ese salto, entre suicida y orgulloso, constituye al mismo tiempo una aceptación del destino y un abrazo, triste y eufórico, a su propia desproporcionada tragedia.

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