Por Christian León
El trabajo filosófico de Jacques Derrida es indispensable para entender el complejo fenómeno llamado cine.
Jacques Derrida fue un hombre excepcional. Fue uno de los filósofos más influyentes de la segunda mitad del siglo XX. Publicó alrededor de ochenta libros, fue candidato por varias ocasiones al Premio Novel de Literatura. Escribió sobre filosofía, literatura, artes, arquitectura, política, y en los últimos años le prestó atención a las nuevas tecnologías, al cine y a la televisión. A tal punto que fue protagonista de dos filmes: Ghost Dance (1983) de Ken McMullen y Dailleurs Derrida (1999) de Safaa Fathy.
Pensador radical, reivindicó las experiencias libres de todo cálculo y medida. De ahí su vocación por toda la tradición francesa antiiluminista que recoge nombres como los de Mallarme, Artaud, Bataille, Blanchot, Levinas. Su trabajo intelectual está asociado con la “deconstrucción”, una singular forma de lectura que busca desestructurar las oposiciones y jerarquías a partir de las cuales se construyen los discursos.
A la edad de diez años, cuando soñaba con ser futbolista, descubrió el cine en las viejas salas de la ciudad de El-Bair, en su Argelia natal. Para un muchacho que nunca había cruzado el Mediterráneo, la sala oscura se convirtió en un refugió ideal y placentero. Durante afiebradas sesiones en las cuales importaban poco las películas, las historias o
los actores, el joven encontró la emancipación y distanciamiento de su familia, mientras soñaba con un mundo desconocido.
A los 19 años cuando finalmente llegó a París, su fascinación hipnótica por el cine no había menguado. Mucho más tarde esta pasión por la sala oscura la transportará por distintas ciudades del mundo donde viajaba por sus actividades académicas. Derrida reconoció que nunca fue un cinéfilo, de hecho le fascinaba ir al cine aun cuando olvidaba con facilidad lo que había visto. “En la oscuridad, gozo de una liberación inigualable, un desafío a las prohibiciones de todo tipo” confesó en una entrevista para Cahiers du cinéma en 2001. Para Derrida, el cine fue una pura fascinación que no tiene que ver con saber, ni la menoría, ni el trabajo. “La evasión inculta”, “el derecho al salvajismo” que tiene toda persona moderna.
Y a pesar de esto, en la sala sucede un acontecimiento singular que quizá explica porqué la experiencia cinematográfica es irremplazable. En la sala oscura, a diferencia del teatro y la televisión, el espectador queda liberado a su soledad “dejando aparecer y hablar a todos sus espectros”. En muchos de sus textos, Derrida habló del espectro o del fantasma como aquel que no está vivo ni muerto. Según Derrida, la imagen cinematográfica tiene una estructura fantasmática, está suspendida entre la presencia y la ausencia, la vida y la muerte, entre la alucinación y la percepción. A ella se suman los fantasmas proyectados por el espectador, haciendo del cine injerto de fantasmas. Cuando uno entra en la sala y se apagan las luces se enfrenta a imágenes y sombras que por un proceso inconsciente creemos son realidad (el significante cinematográfico es imaginario dijo Christian Metz, fantasmático acotó Derrida). Al creerlas reales nuestro inconsciente despliega un trabajo de proyección e identificación. Proyectamos, entonces, nuestros propios fantasmas sobre la película que vemos. Besamos junto con el héroe a la bella protagonista. Fiesta de fantasmas. Nos vamos de viaje al desierto del Sahara, y sin embargo ahí seguimos sentados en nuestra butaca. Mientras tanto, el inconsciente trabaja en silencio una visibilidad nocturna y fantasmal. Creo estar en el desierto y a la vez no. Por está razón como sostiene el filosofo en una escena
final de D’ailleur Derrida decimos “nunca creo incluso cuando creo”. Ahí radica la enseñanza más grande del cine.
Jacques Derrida murió el 9 de octubre de 2004 de un cáncer de páncreas. Cuando lo supe, me entristecí un poco. Pocos años antes había empezado a leer su obra sistemáticamente con la finalidad de ponerla en diálogo con el cine. Me lamenté haber conocido tarde a tamaño pensador. En el país se leyó poco al francés. Su pensamiento críptico y crítico era demasiado inquietante para la intelligentsia bienpensante seducida por bestsellers postmodernos. Como homenaje, un año más tarde hice un seminario que exploraba las relaciones de su filosofía con el cine y el arte. Hoy, sigo pensando que muchas de sus obras son indispensables para entender ese complejo fenómeno llamado cine.

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