Por Christian León
Hace unos meses Josefina Ludmer, puso a circular un ensayo denominado “Literaturas postautónomas”, próximo a publicarse en la revista Kipus. Según la ensayista, las nuevas condiciones de producción y circulación del libro han generado una disolución del campo autónomo de la literatura. Esta nueva situación es legible en un conjunto de obras ambivalentes que pasan y traspasan el límite que separa la ficción y la realidad. Obras que en algún punto son literatura pero también testimonio y realidad. Estimulado por las potentes reflexiones de Ludmer, me pregunto si no pasaba algo similar en el campo cinematográfico. ¿Cómo han afectado las nuevas condiciones de producción y consumo audiovisual al campo cinematográfico? ¿Qué ha pasado con el concepto de autonomía en los reinos del cine?
La autonomía es un concepto moderno. La complejidad de la vida social planteó el imperativo de diferenciar distintas esferas culturales regidas por sus propios valores y normas. El arte, la literatura y el cine proclamaron su autonomía, independizándose del pensamiento religioso, político e ideológico. Cada cual construyó sus propias instituciones, tribunales, jueces y parámetros de valor. Con la crisis de la modernidad, la utopía autonomista se viene abajo. Las disciplinas son cuestionadas en un mundo desbordado en donde las esferas políticas, económicas y culturales se fusionan.
A diferencia de la literatura, el cine es un arte de masas, una industria del espectáculo. Esta situación hizo que la conquista de la autonomía siempre fuera problemática. Sin embargo, a partir de los años treinta del siglo pasado surgen las primeras asociaciones profesionales, academias, festivales y la crítica especializada. Con estas instrucciones el cine alcanza su autonomía y se consagra como la séptima de las artes. En los años cincuenta, los críticos franceses darán el toque final a ese proceso con la reivindicación de “lo cinematográfico”, aquel valor que pertenece estrictamente a la obra fílmica.
En la actualidad el poderoso edificio de la autonomía fílmica parece minado desde sus cimientos. Las condiciones de la producción y el consumo cinematográfico han llevado a una anulación de esa muralla que se construyó alrededor de la obra fílmica con el objetivo de separarla de la realidad cotidiana. La inmediatez de la imagen digital tiende a reducir la distancia entre el tiempo presente de la percepción y el tiempo siempre pasado del filme. Los nuevos ambientes de recepción (construidos alrededor de un receptor de televisión, un monitor de computadora o simplemente un teléfono celular) definitivamente secularizaron la experiencia sagrada de la sala obscura.
El cine ha dejado de ser un discurso cercado. Sus límites claramente establecidos empiezan a desvanecerse. Las propuestas más interesantes y quizá desconcertantes de la actualidad proponen un cine desbordado capaz de salir de sí mismo. El filme contemporáneo abandona el espacio conquistado a lo largo de ochenta años para abrirse de otros discursos visuales de la vida cotidiana. Un cine impuro atraviesa la frontera cinematográfica para fundirse y confundirse con la realidad. Una realidad que en la época tardía de las imágenes del mundo está integrada por registros documentales, programas televisivos, planos secuencia de webcam, filmes que circulan en la red o nuestra colección personal de cortos en YouTube.
Desde cine sin afeites propuesto por el Dogma 95 hasta la poética de lo real planteada por Kiarostami, el cine ha abandonado el campo autónomo de representación para devenir testimonio. En estas propuestas el concepto tradicional de filme da paso a una puesta en escena bastante desconcertante que se desliza en los bordes de la ficción y la realidad. En el cine de Víctor Gaviria, Lisandro Alonso, Pedro Costa, Cristi Puiu, los hermanos Dardenne el mundo cerrado de la ficción clásica y el universo auto referencial del autor son perforados para dejar ingresar lo real que está más allá del propio cine.
Filmes recientes como Sin City de Frank Miller, Robert Rodríguez y Quentin Tarantino o Renaissance de Christian Volckman son una demostración clara del devenir gráfico, visual, definitivamente otro del cine. Quizá nunca el cine ha habitado tan a gusto ese espacio intersticial entre film noir y el comic. Y para hablar de postautonomía es de mención obligada Inland Empire de David Lynch, filme que ha logrado llevar a una dimensión sublime la reflexión sobre el cine fuera del cine. La película no solo usa un tipo de fotografía saturada que emula la retórica de la webcam, sino que juega con la experiencia espacio-temporal característica de la navegación en la red. Con razón, Manuel Yáñez Murillo ha planteado que Inland Empire es la primera gran película de la era YouTube.
Una vez caída la muralla autonómica, entre la ruinas, se vislumbra un cambio de episteme cinematográfica. Los parámetros del gusto están sometidos a una profunda reformulación. Todos aquellos valores puramente cinematográficos conquistados en la época de la autonomía han perdido su sentido absoluto. Los criterios coherencia, calidad, factura técnica y valor estético no alcanzan a dar cuenta de la novedad del cine contemporáneo. El filme post-autónomo llegó y ya nada será igual.

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