Por Alexis Moreano Banda
La carencia de imágenes de la shoah es consubstancial a su abyecta maquinaria, y es sólo en ese sentido que la shoah es, por definición, inimaginable, y no porque escape a la imaginación humana o a su capacidad de darle una representación. Porque la shoah fue efectivamente imaginada antes de ser metódicamente ejecutada y ocultada.
La aserción de Jean-Luc Godard que sostiene que el cine faltó a su cita con la Historia por no haber sabido dar cuenta de la magnitud y singularidad de la Shoah al momento en que ésta se producía1, debe entenderse a la luz de que el cine ostentó la triple condición de arte emblemático, testigo privilegiado y actor mayor del siglo pasado. Y es que el cine, auspiciado por su vertiginoso desarrollo técnico, sus extraordinarias capacidades narrativas y su masiva aceptación popular, no sólo que supo consignar desde sus más tempranos años el registro de los pequeños y grandes acontecimientos del siglo, sino que a mediados de la década de 1930, había alcanzado ya la plena madurez de su lenguaje y conquistado una autoridad inédita entre todas las artes para representar la realidad cambiante del mundo. Es decir que, para cuando estalló la segunda guerra mundial, el cine era quizás aún relativamente joven, pero ya no era en modo alguno inocente, y sería un desvarío ignorar que tuvo una participación consciente y decisiva en la elaboración del relato y el imaginario del mayor conflicto armado que la Historia ha registrado. ¿Cómo olvidar, por ejemplo, el indispensable rol que cumplieron las actualidades noticiosas, los documentales de propaganda y las ficciones épicas de reconstitución histórica o del género bélico en el fortalecimiento de los nacionalismos, la educación a la guerra y el condicionamiento de las masas? ¿Y cómo desconocer que pudo, así mismo, diseminar los más movilizadores relatos contra-hegemónicos? Ya sea para denunciar y combatir el fascismo, que para auspiciar su advenimiento y su implantación, el cine supo sin duda producir las imágenes que mejor reflejaban su tiempo, y de ahí la falta imperdonable que significó el no haber sabido ver ni mucho menos mostrar la Shoah, a pesar de su insoportable enormidad – o quizás, precisamente, por su enceguecedora evidencia.
Si acaso, lo mejor que el cine consiguió hacer fue detectar tempranamente un creciente “malestar en la civilización” y prevenirnos de la abyección que se había puesto en marcha2, pero nunca de manera más vigorosa y eficaz que cuando asumía frontalmente su condición de arte e invocaba a las potencias de la ficción, la alegoría y el artificio para desplegar la verdad de su relato. Es significativo, en este sentido, que dos de las más importantes ficciones producidas por los grandes estudios durante los primeros años de la guerra, en las que el nazismo era frontalmente designado como una ignominia y una barbarie, hayan sido dos comedias burlescas que planteaban, cada cual a su manera, el problema de la inadecuación entre los hechos y su representación, y cuestionaban por igual las capacidades del cine para no sólo dar cuenta de la realidad, sino también para moldearla. Hablamos por supuesto de El Gran Dictador (The Dictator, Charles Chaplin, 1940) y Ser o no ser (To Be Or Not To Be, Ernst Lubitsch, 1942). No es anodino que ambas películas hayan sido realizadas por dos cineastas que habían alcanzado el apogeo de su oficio ya en la época del cine silente y que comprendieron, como pocos, a qué punto los avances técnicos e industriales, y en particular la llegada del cien sonoro, favorecieron también la emergencia de la propaganda y el totalitarismo.
Pero sin duda, esfuerzos como estos no fueron suficientes, y el cine ciertamente falló al no producir oportunamente las imágenes de la maquinaria de exterminio que, quizás, hubieran podido ayudar a interrumpir su marcha, a pesar de que disponía de los medios y de la autoridad necesaria para hacerlo. De ahí que el reclamo de Godard es a la vez justo y excesivo, en el sentido que el cine hizo apenas lo que por entonces sabía y podía hacer, no lo que sólo luego aprendería por fuerza y en la urgencia, en particular cuando, a la liberación de los campos, lo real se interpuso en toda su brutalidad ante las cámaras que hasta entonces lo venían rehuyendo. Lo cierto es que el cine no salió indemne de su cita fallida con la Historia, y es fácil constatar retrospectivamente que el descubrimiento de la real magnitud de la Shoah supuso un cuestionamiento inmediato y profundo de las técnicas y los códigos de representación que transformó esencialmente las figuras cinematográficas de la guerra, de la violencia, de la crueldad, de la autoridad, etc. Y sobretodo, la Shoah introdujo la cuestión crucial de la responsabilidad ante lo que se mira y ante lo que se muestra. En adelante, cada decisión técnica, cada recurso narrativo con el cual una película se dirige a la sensibilidad de sus espectadores serán escrutados ya no sólo en términos de su eficiencia, sino fundamentalmente, a la luz de la justeza de la representación (en el doble sentido de precisión y de rendir justicia) y de la ética que la preside.
Pero si la Shoah tuvo tal impacto en el cine, al punto que sesenta años después de la liberación de los campos sigue vivo el debate sobre la pertinencia de pretender abordarla desde un arte tan estrechamente ligado al artificio, aún en su forma documental (técnica, organización del relato, uso de decorados, emociones más o menos fintas, puesta en escena…), es precisamente también porque, como lo ha escrito el crítico Serge Kaganski, la Shoah constituyó sin duda “el más implacable revelador de la cuestión de la verdad en el cine” y, agregaríamos nosotros, de la verdad del cine. Y es que la Shoah transformó para siempre nuestra relación con lo visible, porque a más de haber sido una operación de aniquilación planificada de millones de personas, fue también un procedimiento de eliminación sistemática de todas sus huellas, de ocultamiento del dispositivo de exterminio, de borrado de cualquier prueba potencialmente incriminatoria. La carencia de imágenes de la Shoah es consubstancial a su abyecta maquinaria, y es sólo en ese sentido que la Shoah es, por definición, in-imaginable, y no porque escape a la imaginación humana o a su capacidad de darle una representación. Porque la Shoah fue efectivamente imaginada antes de ser metódicamente ejecutada y ocultada.
Desde los mencionados films de Chaplin y Lubitsch hasta el monumental Shoah de Claude Lanzmann o el reciente El hijo de Saúl de László Nemesz, pasando por el conjunto de películas programadas en el ciclo de cine La Fractura del Siglo, el cine no ha cesado de interrogarse sobre cómo figurar un crimen que no dejó huellas, cómo dar cuenta de la magnitud de la aniquilación de poblaciones enteras, cómo filmar el mal absoluto y su insoportable banalidad. Sin duda el cine no saldará jamás su deuda con la Historia pero, paradójicamente, la famosa cita fallida lo tornó quizás más indispensable que nunca. Como en tantos otros acontecimientos mayores de la aventura humana, el cine quizás no puede atestiguar de nada, porque no estuvo presente o porque, de todas maneras, sus imágenes serán siempre una construcción de la realidad y no la realidad misma, pero sin duda puede al menos solicitar la imaginación para compensar el déficit de imágenes o, inversamente, reconducir su flujo y re-instruir su necesidad cuando hay superabundancia. Como lo ha escrito Marie-José Mondzain , el cine no es un testimonio, ni una demostración, ni mucho menos una prueba por la imagen, sino un llamado a testigos para compartir una inquietud ante la cual construir una vigilancia común.
1“Todo se acabó al momento en que no se filmaron los campos de concentración. En ese momento, el cine faltó totalmente a su deber [y hoy] ha devenido otra cosa a la que le interesa menos mirar al mundo que dominarlo”, Jean-Luc Godard, en Histoire(s) du cinéma, episodio “1A. Toutes les histoires”, 1988-1998 (mi traducción).
2Valga citar como ejemplo, en este sentido, las magníficas alegorías del advenimiento de una catástrofe civilizatoria que constituyen M, el Maldito (M – Eine Stadt sucht einen Mörder, Fritz Lang, 1931) o Náufragos (Lifeboat, Alfred Hitchcock, 1944).
3 Serge Kaganski, “Le cinema à l’épreuve de la Shoah”, en Print the Legend. Cinéma et journalisme, Paris – Locarno, Cahiers du cinema y Festival de Locarno, 2004 (mi subrayado).
4 Marie José Mondzain, “La Shoah comme question de cinéma», en Jean-Michel Frodon (coord.), Le cinéma et la Shoah: un art à l’épreuve de la tragédie du 20e siècle, París, ed. Cahiers du cinéma, 2007.

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