Por Alexis Moreano Banda
Ensayo sobre Después de la boda de Susanne Bier y de otras cosas con la que nos topamos en el día a día.
No es que quiera abusar de tu paciencia, pero me sería imposible comenzar sin presentarte ante nada unas necesarias explicaciones. Cuestión de no traicionar tu confianza y evitar desde ya cualquier malentendido, pero también de prevalerme de algún argumento para mitigar la (comprensible) furia de mis editores. Sucede que mi columna debía tratar este mes sobre una película danesa por demás interesante (ya sabes, de esas que no sólo ostentan múltiples calidades artísticas, sino que además te dan materia para pensar y hasta ganas de escribir de ellas), pero un evento inesperado me hizo ver que la perspectiva crítica por la que había optado me estaba llevando directo contra un muro. Me explico: hace un par de días, cuando empezaba apenas a borronear mis primeras impresiones sobre Después de la boda (la película de Susanne Bier de la que deberíamos estar hablando), un alma generosa me hizo llegar un corto artículo consagrado a un reciente estreno nacional (que no he visto todavía), ante cuya precisión y claridad analítica me descubrí súbitamente (y ojalá sólo provisionalmente) inhabilitado para este oficio. Estoy hablando, por supuesto, de la reseña de Retazos de vida que acaba de publicar en un diario del puerto principal el cronista Jorge Suárez, verdadera institución de la crítica cinematográfica local. Léelo y sólo entonces comprenderás, ¡oh perspicaz lector!, cuán difícil se me hace, en estas circunstancias, aventurarme en un terreno que todavía se me presenta oscuro y desafiante, pero que, labrado finamente por la pluma de un maestro, pareciera tornarse límpido, despejado, transparente. Nadie que aspire a ganarse un día sus frijoles en este oficio puede salir inmune de tal experiencia.
Notarás que Suárez no necesita más que unas cuantas líneas para hacer inteligible una trama a todas luces compleja y situar, al mismo tiempo, las coordenadas políticas, sociales y culturales que permiten contextualizar un argumento que, como pertinentemente señala, “podría suceder en cualquier parte del mundo”. Siete palabras bastan para instruir una meditación acerca de la lógica asimétrica que rige los intercambios centro-periferia en la actual economía-mundo. Imagínate mi desasosiego. Y es que hay quienes saben ir directo al grano y poner en relieve lo esencial, mientras que yo no puedo evitar perderme en minucias. Pensar que malgasté una mañana entera intentando describir algunas de las operaciones de puesta en escena con las que Susanne Bier nos da a ver toda la distancia que separa a Jacob, uno de sus personajes principales, de una modernidad y un sistema económico que aborrece. Por suerte comprendí a tiempo que no tenía sentido invitarte a que pongas atención a los desplazamientos del actor y la apertura del cuadro en la secuencia de la llegada al hotel, por ejemplo, como tampoco cabía pedirte que te fijes en cómo el tratamiento de la imagen (distancia focal, uso del color, movimientos de la cámara…) caracteriza los lugares y las personas, cuando bastaba con contarte que Jacob es un trabajador humanitario que vive en la India y que regresa a su Dinamarca natal tras más de veinte años de ausencia. Puesto así parece fácil, pero no te creas, porque luego hubiera debido escribir además que Jorgen es un rico industrial empeñado en hacer una donación tan millonaria como sospechosa, y con ello me hubiera tocado hablar también de su esposa y de su hija, sin lo cual no podría decir nada acerca de la revelación de un secreto que va a poner todo patas para arriba, y sólo entonces decirte que nada en la película es lo que parece, y así se me podrían ir páginas enteras, porque está claro que el arte de la síntesis no está al alcance de cualquiera.
Ahora que he tomado conciencia de mis límites, me pregunto cómo pude considerar siquiera destacar la disposición de los personajes en las escenas de grupo, o bien querer decir algo acerca de la irrupción recurrente, y sin justificación diegética aparente, de esos planos que presentan alternativamente unas plantas secas en contraluz y unos animales embalsamados, cuyos ojos vidriosos mienten la vida que les falta. Si hasta había considerado subrayar la inadecuación entre el desarrollo de los acontecimientos tal como se nos presentan y la manera en que los personajes se los representan, pensando que podría tomar por ejemplo el trabajo de los diálogos, impresionado como estaba de que la palabra funcione aquí no tanto para nombrar y hacer inteligible la realidad, sino más bien para enmascararla. Tanto esfuerzo, tanto tiempo invertido, y sólo para que luego no puedas quejarte de que nadie te dijo que los desarrollos aparentemente imprevisibles del relato están materializados y hasta prefigurados en la imagen, todo a lo largo de la película.
Por suerte no llegué a dejar nada por escrito con relación al reparto, porque de no mediar el texto de Suárez, hubiera cometido la imprudencia de celebrar la calidad actoral en lugar de decir que todos son, cada cual a su manera, bellos. Y menos mal que ni se me ocurrió abordar la película desde una perspectiva política, porque sólo hoy puedo comprender hasta qué punto mi percepción estaba equivocada. Yo que creí percibir en el tratamiento de esta historia una mirada aguda y una crítica justa, dirigidas tanto en contra de un modelo de desarrollo en fase terminal como en contra de las ilusiones de la democracia y de un humanitarismo que apenas si consigue aliviar la mala conciencia que le da sentido, hoy sé que estuve tan ciego como Jacob cuando Jorgen le invitaba a admirar el paisaje desde su terraza. Como Jacob, también yo me estaba negando a mirar a la realidad de frente, tal como se presenta ante mis ojos, prefiriendo prestar atención a mis sospechas y dejándome llevar por mis prejuicios, allí donde la realizadora y su director de cámaras ponían tanto esmero en darnos a ver la moderna e higienizada ciudad que el Municipio de Copenhague está legando a sus hijos. ¡Qué vergüenza!

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