Por Alexis Moreano Banda
Se presentan trece piezas magníficas de video arte.
Una suerte de taller-residencia de trabajo o de “retiro creativo”, constituirá la fase central del proyecto Curarequito, ideado por el colectivo artístico Artes No Decorativas S.A. y desarrollado conjuntamente con los curadores Cecilia Canziani y Vincent Honoré. A lo largo de esas dos semanas, los participantes deberán imaginar y producir colectivamente una exposición, que abrirá sus puertas a finales del mismo mes, marcando así el paso a la fase final del proyecto.
Quiere esto decir que, al momento en que escribo estas líneas, nadie puede prever ni la forma bajo la que se presentará la muestra, ni sus contenidos. El “tipo de obra” a realizar, así como las modalidades de producción y de presentación, y hasta el número de trabajos que serán expuestos, deberán definirse en el marco de esta experiencia grupal, en razón de lo que vivirán los distintos actores en contacto con el espacio y sus colecciones, con el resto del grupo, con una ciudad y una cultura desconocidas para al menos la mitad de ellos. El desafío está en conseguir que el ejercicio produzca algo en concreto, para lo cual los participantes han venido preparándose desde hace algunas semanas mediante un intercambio de correos electrónicos, compartiendo información sobre el Museo y la ciudad, discutiendo textos que pudieran iluminar una aproximación temática, y esbozando los rudimentos de un eventual protocolo de trabajo. Todo lo cual, sin embargo, no alcanza para instruir, a estas alturas, directivas claras e inamovibles, dejando abierta la posibilidad de elegir, al momento dado, los rumbos y las astucias que mejor conduzcan de la virtualidad del encuentro telemático a la concreción del acto creativo.
Optar por esta modalidad de trabajo comporta una serie de dificultades que afectan diferentemente a cada uno de los diferentes actores, y que califican en buena medida la singularidad del proyecto. No es este el espacio para desarrollar una aproximación crítica sostenida, pero conviene al menos señalar algunas consideraciones que merecen ser tomadas en cuenta antes de aventurar una evaluación más global. Pienso en primer lugar en el trabajo de los curadores, ya que la materia sobre la que habitualmente trabajan es la obra de arte existente, y sólo ocasionalmente la obra por realizar (en cuyo caso se invita a un artista cuyo trabajo se conoce a realizar una obra específica, o se establece un conjunto de lineamientos relativamente taxativos que condicionan la elaboración de la obra). Además de las observaciones hasta aquí señaladas, Curarequito plantea, para los curadores, la doble dificultad de asumir la parte de riesgo que implica situarse en la génesis misma del acto creativo y saber, al mismo tiempo, tomar la distancia necesaria para proyectar resultados, imaginar probables desenlaces (de resolución y de presentación de las obras), y producir en sincronía los instrumentos que les permitirán dar cuenta, mediante la exposición, tanto de los fundamentos del proyecto como de sus evoluciones. La curaduría deberá, pues, realizarse “en tiempo real”, para lo cual Honoré y Canziani deberán servirse no sólo de un ojo atento y competente, sino también de un alto grado de imaginación y creatividad.
Lo cual nos conecta con una segunda consideración, que concierne esta vez a la relación del proyecto y los artistas con el espacio del Museo. En lo que considero una iniciativa particularmente acertada, los curadores han introducido entre los participantes, durante la primera fase del proyecto, la inquietud de reflexionar en torno a las figuras del espectro, del fantasma, de lo invisible, como posibles entradas a la experiencia por venir. Por supuesto, estas figuras han de tomarse, en primer lugar, en su dimensión metafórica o psicológica, pero adquieren una cualidad más activa y se tornan aún más pertinentes en su proximidad con la historia del Museo y las leyendas que lo nombran. Ya que, como decíamos al iniciar estas líneas, el actual Museo de la Ciudad estaría “habitado” no sólo por la historia y la memoria de las que tanto sus colecciones como su arquitectura dan cuenta, sino también por los numerosos fantasmas, espectros y otros aparecidos que lo pueblan.
Manuela Ribadeneira y Nelson García, socios mayoritarios y núcleo central de Artes No Decorativas S.A., han recopilado abundantes testimonios que ilustran a qué punto las almas capitalinas todavía se muestran sensibles a este tipo de historias, para la invención de las cuales el Museo constituye un escenario privilegiado. Recuérdese que sus colecciones se exhiben en uno de los edificios civiles más antiguos de la ciudad, un viejo hospital por añadidura (con morgue y todo), por cuyos espacios habrán desfilado quién sabe cuántas almas atormentadas que vieron allí mismo romperse el frágil hilo que las ataba a este mundo. No es pues inimaginable que algunos de estos espíritus hayan extraviado allí la ruta que debía conducirlos hacia el más allá, que otros yerren en espera de una reparación improbable o de una justicia que no llegó en su momento, mientras que otros, cual malos inquilinos, prefieran hacer la vida imposible a los nuevos ocupantes antes que resignarse a la expulsión o a una convivencia tan embarazosa como indeseable en la práctica.   No es inimaginable, digo, aún si imaginar no equivale ni a creer ni a adherir. Imaginar es, en estricto, producir una imagen – es decir, precisamente lo que se espera hagan artistas y poetas. De ahí que también el arte esté poblado de espíritus, y que, como nos ha enseñado Warburg, no haya mejor modo de aproximarnos a su historia que leerla como un “cuento fantástico” acerca de la influencia que “lo antiguo” ejerce sobre el presente, introduciendo un anacronismo infranqueable en el seno mismo del relato histórico; como “una historia de fantasmas para adultos”, en la que las formas y las imágenes del pasado no sólo se nos aparecen, sino que nos acechan, nos poseen y nos sobreviven, vampirizando estilos y modas, autores y lectores, geografías y culturas.
Cuando han pasado ya más de tres décadas desde que la moda de los historicismos posmodernistas hiciera temer a sus críticos tempranos que el arte postmoderno pudiera marcar “la pérdida de su conciencia histórica”, por fuerza es de constatar que los desarrollos contemporáneos del arte muestran, por el contrario, une preocupación creciente por la revitalización del pasado y de su legado. Entre las características más notables de las proposiciones artísticas contemporáneas se halla su tendencia a la recopilación y la asunción de su cualidad de documento transmisor de una memoria. Las figuras del archivo y del inventario se han impuesto entre las formas dominantes del arte reciente, como si a la descomposición del mundo en signos (que caracterizara una buena parte de las prácticas artísticas de la segunda mitad del siglo pasado) hubiera sucedido una voluntad de recomponer el mundo, re-poblándolo con los objetos que ha producido y, como dice Jacques Rancière, enalteciendo el potencial que tiene la huella para generar una historia común. No conozco el trabajo de los artistas invitados a participar en Curarequito, pero tengo la certeza de que no serán insensibles al encuentro con la historia, el tiempo y la memoria contenidos en las colecciones y la arquitectura del Museo. Hasta qué punto este contacto se explicitará en la exposición de cierre del proyecto, es una decisión que sólo compete a artistas y a curadores, y cuya respuesta me es totalmente indiferente: la centralidad que este tipo de preocupaciones ocupan en la cultura contemporánea no sólo que no demanda una representación, sino que tiende con frecuencia a evitarla. Nos bastará por ahora saber que su atención ha constituido uno de los impulsos primordiales del proyecto.
En este sentido, podemos señalar otras consideraciones que apuntan también a aspectos propios del quehacer artístico contemporáneo. Recordemos que, a lo largo del último cuarto de siglo, el arte no ha cesado de multiplicar las experiencias que califican lo que pudiéramos llamar una reposesión de sus espacios institucionales (el museo, la galería, los centros culturales). Esta reposesión en nada contradice la tradición profundamente crítica que, desde inicios del siglo pasado, favoreció la deserción del espacio institucional en beneficio de la coalescencia del arte con el mundo de las cosas concretas y su inserción en la esfera pública; por el contrario, las nuevas estrategias de re-posesión o re-apropiación del espacio institucional (en este caso el Museo de la Ciudad) lo someten a esta misma economía, al reconocer en él no sólo un espacio de presentación mediante la cual las cosas del arte pueden ser identificadas como tales, sino un espacio cargado de un sentido específico (histórico o simbólico) susceptible de ser tratado como materia integradora de la proposición artística. Más aún, el “taller-residencia de trabajo” propiciado por Curarequito implica un acto de presencia real de parte de los artistas, asimilable a las prácticas paradigmáticas de la integración del arte en el mundo “real”: los happenings y las performances (cuya singularidad reside menos el hecho de hacer del cuerpo mismo del artista su obra y su firma, que en su capacidad de crear un vínculo efectivo entre la realidad del arte y la realidad del mundo).
Si “habitar” el museo es parte constitutiva de esta experiencia, también lo es la estructuración de un ámbito lúdico que atraviesa y articula al proyecto en su conjunto. El recurso al juego aparece, en primer lugar, como un convincente “argumento de venta” lanzado por los organizadores a los artistas, a los curadores y a la institución, pero la sujeción a sus enunciados y reglas, por flexibles que éstas sean, es ya de por sí un parámetro que permite calificar y evaluar el desarrollo de cada una de sus fases (y eventualmente el proyecto). Si el juego tiene por función primera favorecer la creatividad (lo cual ya es bastante en un mundo cada vez más expuesto a la regularidad y a la norma), tiene también la ventaja de introducir la conciencia de la trasgresión (lo cual de por sí la torna posible). Ya en términos de un interés crítico específico para el arte, el juego implica al menos la posibilidad de poner en suspenso la exigencia, cada vez más imperiosa, de tratar los signos del mundo en toda urgencia, tal como se nos presentan, sin procesamiento ni apropiación efectiva. Es quizás en este sentido que el mismo Rancière ha visto en el “registro lúdico” del arte contemporáneo tanto una denuncia de las industrias del entretenimiento como un antídoto al espectáculo, dada su capacidad de establecer “protocolos para la lectura de signos” allí donde la sociedad exige su consumo acelerado.
Deberé dejar otras consideraciones pendientes, pero no puedo cerrar estas líneas sin destacar que el 20 de enero próximo, el juego se abre al público. No es un descuido Es una invitación.

 

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