Por Lizardo Herrera
Reseña de «En el centro de la tierra había fuego»
Y en el centro de la tierra había fuego (2013), documental de Bernhard Hetzenauer, traza imaginativamente una cartografía múltiple. La película une la Europa de 1939 con el Ecuador de ese tiempo a través de la vivencia de Vera Kohn, su protagonista, y por medio del diálogo entre el director, la protagonista y la ciudad de Quito propone además un contacto transatlántico contemporáneo. La película, de este modo, se constituye en un misé-en-abime de temporalidades; esto es, presenta diversos mapas ya sean cognitivos, geográficos, temporales culturales o emocionales, que aunque son diferentes el uno del otro, todos ellos se hallan íntimamente relacionados entre sí.
Vera Kohn, una judía checa, huyó de su país de origen ya en control de la Alemania nazi en 1939. Su rumbo inicial era Norteamérica, Canadá, pero cuestiones del destino la llevaron al Ecuador. Vera vive el trauma de la gran guerra Europea, una guerra que cuestiona sin miramientos la civilización de la Europa desarrollada y que paradójicamente la obliga a buscar refugio en un país «subdesarrollado» como el Ecuador. En el documental de Hetzenahuer, Vera viaja al centro de la tierra, un lugar candente que nos abre distintas dimensiones. Por un lado, tenemos la geografía, el paisaje tropical ecuatoriano; por otro, un viaje psicológico en el que una judía-checa-alemana recorre su intimidad, la cual, como ella misma afirma, está atravesada por un trauma que nunca terminará de sanar.
Vera narra uno de sus sueños. Nos cuenta que en ese sueño viajó al centro de la tierra, un sitio similar al infierno dantesco, lleno de dolores y espantos. En el mismo sueño, sin embargo, aparece la escalera de Jacob por medio de la cual, la protagonista remonta y sale del infierno. La imagen candente del centro de la tierra coincide, según la ella, con exactitud con el paisaje de Salinas, provincia de Santa Elena en el Ecuador actual. El trópico y el trauma, de este modo, se funden a través de la imagen del fuego y del calor.
En esta cartografía, la Segunda Guerra Mundial entra en contacto con el paisaje tropical ecuatoriano. Al llegar al Ecuador, Vera, siempre apasionada por la fotografía, filmó diferentes imágenes. En estas imágenes, aparecen indígenas y negros ecuatorianos, primero de la serranía, y luego del litoral. La mayoría de las imágenes de Vera que muestra el documental de Hetzenahuer suceden en Santo Domingo de los Tsáchilas, ciudad ecuatoriana que para ese tiempo estaba en plena formación. Un contacto urbano con un paisaje rural en un sitio de paso que se convertirá en el principal puerto terrestre entre Quito, la capital ecuatoriana, con la costa del Ecuador, en especial Guayaquil. Una refugiada de la gran guerra europea de paso y filmando en una no-ciudad aún, pero en donde los procesos de colonización empezaban a emerger con mucha fuerza.
El infierno de la guerra junto al infierno colonial, el trauma personal de Vera como refugiada judía que vio a varios de los suyos perecer cruelmente en la civilizada Europa a lado del trauma del Ecuador, nación en la que el colonialismo nunca ha dejado de existir. Una mezcolanza de tiempos en donde el siglo XX indisolublemente nos remonta al XVI. Vera, en su sueño, inicia y se hace cargo de su trauma personal, pero este viaje saca a relucir un trauma más profundo, pues el paisaje tropical no sólo es el escenario de acogida, sino también la imagen de un trauma que se manifiesta en diferentes dimensiones. Primero, la colonización europea de América y la clasificación geográfica-social que trajo consigo; segundo, el trauma del Ecuador, incapaz de incluir a los indígenas y negros en la nación sin previamente excluirlos. La violencia de una guerra en la que “seres humanos racionales se convierten en animales” al cometer un sin número de atrocidades, como lo dice Vera, frente a la asimetría nacional y colonial en la que las vidas de unos seres humanos –indígenas y negros- ha sido precarizada por una política de alcance global que va trasciende en mucho lo meramente nacional.
La escala de Jacob también se corresponde con otra imagen espacial. La subida del trópico hacia Quito. El paisaje tropical con su espesa vegetación es un sitio tránsito hacia una ciudad capital en donde el calor y el fuego disminuyen. Vera no sólo sube la escalera para salir de su trauma personal, sino también la escalera de Los Andes hacia la ciudad de Quito, civilización quizás, que se convertirá en su destino final y en la que radicará por el resto de sus días. Sin embargo, en el ámbito geográfico, la escala de Jacob en lugar de ser la puerta de salida del infierno o la barbarie, por el contrario es el recordatorio de la violencia y el dolor que esconde no sólo el Ecuador como nación, sino también la una geopolítica de carácter internacional. Quizás, y en la medida en que Vera sentencia que hay traumas que nunca terminarán de curarse, esta escalera no sería otra cosa que la imagen más lograda de la frase que otro judío alemán un poco mayor que la protagonista, Walter Benjamin –muerto 1940 a causa de la misma guerra-, nos regaló en una de sus tesis al decir que detrás de cada monumento de cultura se esconde uno de barbarie.
El fuego y el trópico son las imágenes que muestran la barbarie de la civilización occidental en su conjunto tanto en su faceta metropolitana como colonial. El acceso a la ciudad, la cuna de la civilización, no puede ser otro que el cruce por el trópico, espacio que se resiste a ser civilizado y en donde la naturaleza desmesurada se mantiene en estado salvaje. Esto, sin embargo, no quiere decir que el paisaje tropical sea la imagen por antonomasia de lo salvaje más aún cuando en la actualidad Santo Domingo de los Tsáchilas es una de la ciudades más grandes del Ecuador. Esta imagen es mucho más sencilla, pues el trópico en este caso es sólo un recordatorio del fuego y la violencia con la que la civilización se ha erigido a lo largo de la historia. El viaje de Vera al Ecuador no únicamente responde a una urgencia de guerra, sino que además recrea el fuego que existe en el corazón del trauma tanto de la protagonista como de la civilización en general.
Vera Kohn, admiradora de Goethe y Kafka, entre muchos otros más, no logra entender cómo una cultura que fue capaz de producir semejantes escritores y desarrollo cultural, haya sido capaz de maltratar la dignidad humana como lo hizo la Alemania nazi. Las frases de Vera abren cuestionamientos desde la experiencia dolorosa de una exilada que se aferró al teatro alemán, único vínculo con su lugar natal por largo tiempo, en una ciudad hispano hablante como Quito en donde ella dice que no vivió propiamente los 20 primeros años a pesar de radicar allí. El sueño teatral de Vera contrasta con su viaje al centro de la tierra. La cultura, el teatro, la mantiene viva en espacio ajeno al suyo en donde al inicio no sabe cómo integrarse; pero es un sueño, una ilusión, que como ella dice también se cayó a pedazos, pues no podía mantenerse al margen de Quito para siempre.
En las frases de Vera, hay un nuevo mapa en donde la exquisita cultura judía-alemana se descentra en el ambiente quiteño. Estamos ante una inversión que no podemos obviar. El lugar de la cultura o civilización dejó de ser Europa por el trauma que significó la gran guerra; por el contrario, Vera encontró refugio, un poco de humanidad, en los márgenes del llamado mundo civilizado. Quito desplaza a Europa en su rol de civilización. Sin embargo, esta inversión es demasiado simplista para explicar la experiencia de Vera, pues el trópico o el fuego del centro de la tierra no sólo esconde la barbarie de la civilización europea, sino también de la nación ecuatoriana de la que esta ciudad es su capital. A Vera le costó adaptarse a la vida quiteña porque dejar de ser, curarse, no significa adoptar la nueva cultura, sino también reconocer su barbarie y las imágenes que ella filmó del trópico o de los páramos de la sierra ecuatoriana son el fuego ardiente, por ello, doloroso, de una nación en la que el colonialismo siempre ha estado presente y en donde las poblaciones indígenas o negras no han dejado de ser excluidas. Tras el viaje al centro doloroso de su intimidad y el cruce por el litoral ecuatoriano, Vera sintió el fuego, pero en esta caso ya no sólo el dantesco, sino uno transformador o terapéutico que le enseñó que ni ella ni Europa podían seguir siendo las mismas después de sentir el trópico o calor del centro de la tierra, o sea, luego de ver su propia barbarie.
Hetzenahuer también vive un trauma personal, pues su abuelo fue oficial de las SS de los nazis y quizás responsable de muchas de las atrocidades que vivió Vera. Este director, para afrontar su dolor, también hace un viaje. Sale de Austria hacia Quito para encontrarse con una terapista de origen judío-checo-alemán que en términos figurados fue víctima de su ancestro. El contacto colonial, de este modo, aunque atenuado persiste. Hetzenahuer encuentra en la ciudad andina una vitalidad que no hay en Europa y que ansía recuperar. La imagen que él tiene de la civilizada Europa, es la de una civilización decadente sin fuerza vital. El director idealiza Quito, especialmente el centro histórico en donde muestra gente llena de felicidad.[1] Su idealización oral, sin embargo, siempre está contrastadas por las imágenes del paisaje ecuatoriano. Aunque, por un lado, vemos la belleza de este paisaje en las montañas del bosque lluvioso-tropical antes de llegar a Quito; por otro, la imágenes de indígenas y negros que recuperó del trabajo de Vera hacen visibles las múltiples contradicciones del Ecuador como nación.
El director austriaco se descentra a sí mismo como europeo y descubre su propia barbarie en la imagen de su abuelo, una violencia en la que paradójicamente nada tiene que ver. Herzenahuer admira Quito y el Ecuador, es decir, en su caso también hay una inversión en donde la capital ecuatoriana desplaza a Europa como centro de la civilización. Sin embargo, las imágenes de Vera que reposan en la cinemateca nacional y que él muestra en su documental muestran que en la nueva civilización aunque idealizada también se esconde la barbarie, pues en el centro de la tierra o la mitad del mundo nunca ha dejado de haber fuego. Por esta razón, el viaje terapéutico de Hetzenahuer lo supera a él mismo o a la misma Vera como terapeuta. Se trata de un viaje que nos recuerda, como dijimos antes con la ayuda de Benjamin, que detrás de cada monumento de cultura, se esconde uno de barbarie. La cartografía de este documental, por tanto, traza diversos mapas de dolor, pues al salir de la zona de influencia de la Alemania nazi hacia el trópico y las tierras ecuatoriales, nos muestra el fuego dantesco no sólo del holocausto, sino también del colonialismo y lo nacional.

[1] La vitalidad idealizada en el centro histórico de Quito obedece a una multiplicidad de temporalidades que se aglutinan en un mismo espacio. El desarrollo desigual y combinado, para usar el vocabulario troskista, trae consigo una cartografía global y colonialista en donde se mezclan indiscriminadamente las técnicas o modos de vida precapitalistas con los capitalistas.

 

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