Entrega especial de Carol Murillo Ruiz, para kilometro Ochoymedio.
La avalancha de comentarios sobre «Pescador» expresados en Twitter me convenció de que tenía que ver la película lejos de su estreno y la primera semana. Creo que hice bien. Pues siempre se corre el riesgo de emocionarse mucho con la sala llena.
0.
La frase de Richard, al salir de la sala, me dijo mucho: “no es una película pretensiosa, pero está super bien hecha”. A partir de ella –y a contrapelo- he articulado algunas ideas sobre Pescador más allá, claro está, de las consideraciones o acercamientos especializados.
1.
La pretensión de una película está dada en varios niveles. El uno puede expresarse en la complejidad de su guión; un segundo en la construcción de sus personajes, y un tercero en su argumento general. En Pescador, al parecer, las tres instancias nos remiten a la no pretensión. Pero el resultado de la mezcla produce algo bueno: una película que torea ciertos clichés con poquísimos bastimentos del existencialismo pequeño burgués. Me explico: la vida cotidiana de mucha gente –digamos: las gentes de campo, de mar, de provincia, de suburbio- está plagada de una morosidad en el tiempo que difícilmente se traduce en una composición cinematográfica creíble. Pero Pescador lo logra bastante. (Lo que reduce la valoración de su logro es quizás el trabajo sucio que ha hecho la televisión comercial –y cierto cine- cuando enlata la “vida cotidiana de los pobres”).
Ese logro solo puede ser entendido en la no complejidad del guión y sí en la situación de los personajes. Nunca vemos grandes elucubraciones sobre la vida o el destino, pero la situación del Blanquito (Andrés Crespo) en un pueblo perdido de la costa -¿donde nunca pasa nada?- es tan poderosa y determinante que su vida y su destino se montan sobre el espectador al margen de diálogos finamente elaborados por el guionista. Las decisiones del Blanquito pasan más por las intuiciones que por la racionalidad.
Cuando el dueño de la tienda de El Matal (Javier Pico) le habla de abrir (con la plata ganada por la venta de la droga a un mejor precio) un negocio o empresa llamada “Mariscos del mar”, con toda la carga de micro racionalidad o pequeña ilusión que puede haber en semejante cometido, el Blanquito no se deja llevar por la supuesta maravilla del negocio sino que apura la posibilidad de irse de un lugar que intuye no le satisface.
En ningún momento hay espacio para la meditación sosegada del futuro, pero sí un ejercicio vital del presente. Un ejercicio que ha aprendido allí, en El Matal. Eso lo descubrí al mirar la escena en la que los pescadores bailan y derrochan el dinero de la droga: viven el presente, no piensan en el futuro. Se divierten, se relajan, se alivian. Claro que si juzgáramos eso a partir de las certidumbres o premisas urbanas tales como: “esa gente no piensa”, “no ahorra”, “no invierte” o “no hace con la plata algo más productivo”, estaríamos ajustando algunos valores sociales modernos a la lógica vivencial de la urgencia.
El cliché dice que la gente del campo o del mar es perezosa, conformista, limitada. El cliché dice que los pobres son pobres porque quieren. El cliché no dice que la lógica de los lugares no cooptados por cualquier objeto/mercancía puede ser superior, y que en su complejidad-facilidad se halla la exigencia de la vida y su presente. Los objetos/mercancías son la droga y el dinero. Pero la película no remarca esos objetos aunque surjan como correlatos. Remarca el presente vivencial de los pescadores, la ondulación de los días, la insolación de los peces. Yo rescato o descubro en la valoración velada del presente, en su urgencia, una clave para apreciar la película.
Y más todavía. El Blanquito, pletórico de ingenuidad y bondad, no como valores de torpeza o astucia criolla, encarna también una manera de ser hombre. Si su relación con las mujeres es fallida –con la que ama de veras y desea hacer un hogar pero se acuesta con otro, con la puta con la que no logra tener una erección o con Lorna que no le acepta ni una noche de discoteca-, su relación con lo nuevo es electrizante. Cada cosa que conoce y topa lo encandila como a un niño, y en semejante operación vital se muestra la humanidad (madurando) del Blanquito. No es un tonto ni un tipo que quiere triunfar en la gran ciudad, es un hombre que quiere vivir su presente en otro lugar. No quiere el futuro, quiere su presente en otro lugar. No tiene certezas que confirmar, tiene tan solo –y como si fuera poco- una seguridad vital. Es posible que no tenga una identidad completa, y eso se nota cuando sale desengañado de la casa del padre que no lo acepta, pero enseguida se recompone, porque lo de afuera de El Matal, el mundo –Manta, Guayaquil, Quito- sigue siendo un carrusel, no un destino. No queremos, no quiero, ver al Blanquito triunfar en la ciudad, queremos, quiero, ver cada día del Blanquito, su encuentro o desafío con la vida. Si queremos ver el triunfo o el futuro de un pescador en la ciudad ese no es un problema de Sebastián Cordero, es un problema nuestro. Por eso, otra vez, la clave está en agrietar los aparentes estereotipos presentados en Pescador, y no en cerrarlos. Y menos situarlos en una interpretación que aspira complejizar unas vidas sencillas pero opuestas o ajenas al existencialismo de la clase media cinéfila.

2.
Y Lorna (María Sánchez). La colombiana Lorna. El reduccionismo del cliché nos hace ver a Lorna como una puta, peor, como la normal colombiana puta que adorna cualquier producción nacional. Si bien el personaje no fue aprovechado para agrietar al máximo el estereotipo, sí hay varios asomos de las contradicciones por las que ella pasa. Lorna, en apariencia, sí quiere el futuro, un futuro; ella sí sueña con cambiar su vida, pero da vueltas en círculos, se ve atrapada, incluso, en la luz de la traición al Blanquito. No lo consigue porque desestima la inteligencia del pescador y se proyectó a sí misma, de golpe, al final del túnel. Cuando el Blanquito le dice que “se dignifique”, ella ni lo oye. De alguien tan supuestamente nadie, Lorna no espera nada. Es decir, la película nunca construye una relación –ni de amor ni sexual- entre Lorna y el Blanquito. Sus canales de comunicación son nulos. Esto es un desperdicio, no para complejizar la trama, pero sí para delinear mejor a Lorna.
Lo mismo sucede entre Lorna y Elías  (Marcelo Aguirre) –el actor menos convincente de la película-. Su relación está dada y no hay que darle al espectador nada más. Otro aparente desperdicio. En este punto creo hallar una traslación casi literal-vivencial de las relaciones de la gente tanto en El Matal cuanto de Elías y la colombiana. En el mundo del Blanquito la comunicación se da por cuestiones fácticas esenciales. Quizás uno de los diálogos más importantes es aquel entre el pescador y el tendero. Esta traslación de un micro mundo que se comunica poco o lo hace con códigos ajenos a la reflexión de la propia experiencia social en las urbes, explique las razones de haber hecho un guión tan simple. Y lo mismo sucede, pero de modo grotesco, con la relación de Elías y Lorna. No hay comunicación a pesar de que ella es más rodada en el mundo que electriza al Blanquito, y que Elías representa de forma estúpida. En determinados espacios la gente no habla… ¡y la película lo calca!
3.
Es aquí donde la película se cuartea. Porque si con el Blanquito y la narración de su presente se alcanza un fruto fascinante, con Lorna no sucede lo mismo. ¿Es que no es dable una relación entre un hombre tan básico como el pescador y una mujer tan básica como Lorna? El calco en apariencia espontáneo o natural de una realidad no hace un gran relato. Aquí pesa el estereotipo de ella. Sus dolores, su conflicto individual no superan el delinemiento de un personaje eclipsado por el Blanquito y su atrevida inocencia. No hablo de la construcción de una relación liberadora o de penas compartidas, sino de un personaje (Lorna) que teniendo las características del cliché, se deje tocar por lo distinto, no lo mejor. Lorna ni siquiera se arriesga a que el Blanquito le de lo mismo que Elías: un poco de plata (a cambio de sexo). O tal vez el motivo por el que lo evita precisamente estriba en que ella cree que es preferible el ricachón a ese rústico pescador. Cualquiera de las dos alternativas deja al espectador sin nada. Lorna no tiene presente ni futuro. Es una puta más. Y ella lo sabe. Ella no quiere vivir su presente en otro lugar. Está interminablemente atrapada.
4.
Por un lado la verosimilitud del Blanquito y por otro la tontería de Lorna. En la historia el Blanquito ni siquiera juzga moralmente a Lorna, eso es estupendo. Él es el personaje sacado de la persona pescador o al revés. La amoralidad de El Matal en grado sumo. Pero ella que viene de afuera (y que es vista con desprecio por la bondadosa madre del Blanquito) nunca se libera. Y es que Lorna, como personaje, sí acumula complejidades múltiples. Pero el estereotipo -no agrietado en la película- las clausura. Un error.
La película Pescador por tanto sí tiene pretensiones. Solo que encandilada por la realidad optó por una traslación de roles. En el un caso lo hace con éxito (Blanquito) y en el otro (Lorna) se frustra.
Los hilos narrativos de una película o un cuento o una novela requieren de más insumos que la realidad. Pero Pescador no se invalida por eso. Su clave mayor está en componer un relato que, sin privilegiar la complejidad psicológica (o sociológica) de sus personajes, pudo penetrar en la ficticia (o real) cotidianeidad de El Matal y de su figura más fascinante, el Blanquito.

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