Por Alexis Moreano
Texto curatorial de Alexis Moreano sobre la muestra “del otro lado del mito, el Western estadounidense (1946-1995)”, en cartelra en octubre y noviembre 2012.
El cowboy solitario, los pistoleros y las bandas de cuatreros, el sheriff y los marshalls, los paisajes monumentales, los indómitos Apaches y sus tipis, la caballería y sus fuertes, la diligencia y las caravanas atravesando desiertos, cordilleras e interminables praderas, los bisontes que huyen y el tren que avanza imparable, como metáforas de un mundo que se instala allí donde otro desaparece; los poblados que brotan como champiñones al borde de las rieles y las minas para luego devenir pueblos fantasmas; el saloon frente a la cárcel y el burdel frente a la iglesia, las beatas puritanas con sus vestidos negros y las “girls” apenas vestidas, los pequeños agricultores y el riquísimo hacendado ganadero, los buscadores de oro, el juez borracho y el periodista, los Sioux y los Comanches, los Cheyenne y los Cherokee, el mexicano candoroso y el lavandero chino, la joven maestra irlandesa en su escuela improvisada, el ‘steak’ descomunal, el pemmican y los frijoles con tocino, las plumas y el alquitrán, los Stetson y las Colt, las Winchester y las Remington, los ahorcados, los linchamientos, el predicador y el sepulturero… Entre todos los géneros cinematográficos, el Western destaca por su riqueza iconográfica, por la descripción exhaustiva y meticulosa de sus motivos característicos, y sobretodo por la extraordinaria coherencia de su sistema simbólico, en el que cada elemento se articula con los demás de manera casi orgánica,  como engranajes de una gran máquina productora de sentido.
La admirable consistencia del imaginario del Western resulta en parte del hecho de que los iniciadores del género prácticamente no tuvieron necesidad de inventar nada por fuera de la articulación de un relato, en la medida que sus personajes más emblemáticos, sus grandes y pequeños motivos, y hasta los “decorados” en que se desarrollaron sus historias, fueron todos directamente extraídos de un mundo que a más de haber existido realmente, fue profusamente documentado por los pioneros de la fotografía, los cotidianos de la época, los viajeros cronistas y los grandes pintores paisajistas del siglo XIX (de hecho, las leyendas del Far West inspiraban desde finales del siglo XIX espectáculos teatrales, números de circo, novelas por folletines, y el Western era un género ya plenamente constituido en la literatura y en la pintura cuando el cine estaba todavía por inventarse). Un mundo desaparecido ya, pero cuyos últimos testigos directos vivían todavía al momento en el que el Western empezaba a configurarse a la vez como género y como garante privilegiado de una memoria.
Pero el Western, cabe recalcarlo, es ante nada un género de ficción, y es su virtud haber sabido cernir, jerarquizar, depurar y sistematizar el material histórico que le sirvió de base para ponerlo al servicio de una leyenda tan finamente tejida que, en ciertos aspectos, llegó a disputar su autoridad a la Historia misma, con la que más de uno tiende a confundirla: la leyenda del viejo y salvaje Oeste, ese territorio sin dios ni ley, ese hervidero de culturas a la frontera entre dos mundos fatalmente condenados a excluirse, ese infierno erigido en pleno edén, ese viejo mundo que desaparece y ese nuevo país por hacerse.
Y es que para unos Estados Unidos todavía jóvenes y profundamente traumatizados por la fratricida guerra de secesión, el Western fue lo que los relatos de Homero y Hesíodo fueron para la Grecia clásica: una ficción movilizadora, un cuento fantástico en el que se quería creer, una mitología de los orígenes y de la unidad nacional soberbiamente elaborada. En efecto, desde su nacimiento hasta su periodo de gloria (los años 1920-1930), el Western abrazó y cumplió a cabalidad el doble encargo de divertir a las masas al tiempo que las edificaba. Tras la historia del chullita bueno que enfrenta a los pistoleros malos presentada en primer plano, el público aprendía cómo se produjo la gesta de los pioneros, quiénes fueron las figuras más emblemáticas del periodo, cómo se vivía antes de la llegada de la modernidad, cuáles eran los oficios, qué se comía, cómo se procuraba uno sus vestidos, qué grupos étnicos poblaban el país, cómo era su geografía, cuáles sus riquezas, etc.
Digamos en suma que el Western encarnó una representación convenida y convincente de los mitos fundadores de la nación estadounidense, mitos que él mismo contribuyó activamente a forjar, exaltando por una parte el carácter épico de la gesta de los pioneros (la laboriosa apertura de las fronteras, las virtudes del individualismo encarnadas en la figura del héroe solitario, la modernidad apaciguadora de tensiones, el culto al trabajo y al esfuerzo, la fe y la moral inquebrantables, los imponentes paisajes y la riqueza de los territorios recientemente anexados…), y por otra parte evacuando, minimizando o tergiversando los aspectos más problemáticos o sombríos de la conquista del Oeste (el mestizaje, el rol de las mujeres y de las minorías étnicas, el genocidio de las poblaciones aborígenes, la usurpación por la fuerza de gran parte del territorio mexicano, la destrucción de la naturaleza, el racismo estructural, etc.)
No es del todo sin razón, entonces, que el Western ha sido insistentemente acusado de producir y vehicular una visión instrumentalizada de la historia, maniqueísta, reductora, machista, racialista e ideologizante. Acusaciones que, por su carácter categórico, vehiculan a su vez una serie de prejuicios y parecieran desconocer la posibilidad de la mínima excepción a la regla, haciendo caso omiso de la diversidad de enfoques que el género autoriza y de las profundas mutaciones por las que ha atravesado a lo largo de su historia.
El ciclo “Del otro lado del mito” aspira precisamente a dar a conocer una faceta del género poco o insuficientemente apreciada en nuestro país, mediante una selección de películas realizadas desde 1946 hasta nuestros días, que se distinguen todas lo mismo por su innovación formal y sus altas calidades artísticas, que por haber enriquecido al género tomando sus motivos recurrentes a contrapelo, reformulando sus códigos, subvirtiendo las premisas de sus relatos maestros, sacando a la luz los aspectos más sombríos de su propia leyenda. Hemos preferido por ello saltar el periodo clásico y la edad dorada del Western, concentrándonos en lo que se conoce como su “fase crepuscular”, iniciada grosso modo en la década de los años 1950, durante la cual el género alcanza su plena madurez y entama una revisión crítica y sin concesiones de su historia.
Salvo dos excepciones notables, las películas que componen esta selección han sido todas producidas en los Estados Unidos, y nos ha parecido importante resaltarlo desde el título mismo de la muestra, en la medida en que el Western, probablemente el más propiamente estadounidense de los géneros cinematográficos, es sin duda también uno de los más internacionalizados. Y no sólo en razón de la vertiginosa diseminación y la asombrosa popularidad que el género alcanzó en cada rincón del planeta, sino porque de un país a otro, y a lo largo de su dilatada historia, no ha cesado de ser emulado, revisitado, apropiado, reinventado, regenerado, al punto que resulta difícil evaluar si la configuración contemporánea del Western debe más a su modelo clásico estadounidense o a la exacerbación barroca de su versión “Spaghetti”.
Híper-local y deslocalizado a la vez, estandarte privilegiado de una mitología nacional y sin embargo adoptado por prácticamente todas las filmografías del globo, el Western pertenece desde hace al menos medio siglo lo mismo al país que lo vio nacer que al patrimonio fílmico mundial. A la luz de sus múltiples desarrollos, mutaciones y derivaciones, el Western se nos presenta hoy por hoy no tanto ya como “el género hollywoodense por excelencia” sino como una suerte de “hijo pródigo” del cine estadounidense: un hijo que en un momento dado renegó de su infancia, y que en plena juventud dejó el hogar y se echó a andar por el mundo durante largos años, sin más motivación aparente que la de escapar del rol que sus progenitores le habían asignado, para por fin retornar a su tierra de origen, pero transfigurado ya, menos imperioso, más reflexivo, menos nostálgico y más melancólico, más maduro, en suma, y habiendo dejado tras de sí una nutrida y variopinta descendencia. Y es quizás ese su mayor aporte. Como decía Alejandro Dumas, en el arte cada quien es libre de violar la historia, a condición de hacerle hijos bonitos.

Comments

comments

X