Por Galo Alfredo Torres
El documental… tratará de desplazar las falsas evidencias, de interrogar las certidumbres aparentes, de replantear los acercamientos a la realidad. Jean Breschand
 1.La imagen, esa huella doble
A la crítica de la realidad debemos acompañar una crítica de las imágenes que la representan. Tarea urgente cuando se discute el cine documental, dada su inclinación a asumirse como fiel reflejo de la realidad, bajo la premisa de que sus imágenes “naturales y realistas” son consustanciales al mundo filmado, lo que garantizaría la realidad y verdad de lo que se muestra. Estimo un acto de responsabilidad el advertir que dicha perspectiva, llamada “corresponsalismo absoluto”, tiende a confundir el mundo real con su representación, sin reparar en que una imagen es una reconstrucción visual que le debe más a lo cultural que a lo real. Ciertamente que la imagen documental produce verdades, pero éstas son aproximadas o relativas, ya que, en efecto, contiene la huella de “una porción” del mundo, pero además, en tanto discurso sobre la realidad, contiene la huella de su realizador.
El realizador es aquel que estuvo frente a un hecho, lo filmó y luego editó; es decir, del continuum real mira un aspecto y deja fuera otros. Tenemos entonces un reconstructor que no solo selecciona y desecha, sino que, en términos de interpretación, adhiere a la imagen, consciente o inconscientemente, como un espejo deformante, ciertas pautas de lectura: una visión del mundo, una ética, una poética –concepto y programa operativo documental– y un estilo –marcas de una elección formal–. Pero no es que esos “espejos deformantes” lo desacrediten; al contrario, allí radica su riqueza, en las potencialidades de sentido y revelación, que ya no radican únicamente en “lo que le pasa al personaje”, sino en “lo que le pasa a la imagen”. Discutiendo esa verdad aproximativa podemos reacomodar nuestra aproximación al mundo.
2. Ellas: las insinuaciones descriptivas
Estimo que el documental Ellas (2007), de Alvaro Muriel, fue ejemplar respecto a las elecciones y opciones por el largometraje documental ecuatoriano actual, puesto que insinuó puntos de quiebre. A medio camino entre aquella tradición nacional que subyuga la cámara al personaje siempre sufrido y aquella que intenta rupturas formales, el filme exhibe novedades. Si bien reincide en las imágenes de la queja –este filme bate récords en lágrimas– y el miserabilismo –no cuida las distancias ni apela a la sugerencia, y hace preguntas excesivas–, en cambio logra articular una historia compleja que avanza a tres bandas: los retratos personales, la preparación del desfile y la vida cotidiana carcelaria, alejándose así de la estrecha historia lineal única y dilatando la mirada.
Pero lo más destacable son los chispazos estilísticos: la elección del primer plano que alterna con planos medios en las entrevistas, a los que se añade el gesto desrrostrificador del retrato: mientras ellas hablan, la cámara se pasea; muestra, con plausible afán descriptivo, otras partes de sus cuerpos, de sus espacios o sus haceres; además de que con fines dramáticos apela a la asincronía imagen-voz, inserta unos cuantos planos vacíos, y llega hasta las tomas fijas para figurar el tiempo carcelario. No obstante, estos recursos asoman muy tímidamente y sin un “programa”, de allí que el filme se note irregular: sabido es que la repetición configura un estilo. Son los atascamientos y avances de un documental que en el corazón mismo de la atroz máquina carcelaria encuentra grietas por las que se filtra el divertimento y el ocio: otra novedad para un documentalismo que mayoritariamente persiste en las declinaciones del pesimismo politizado.
3. Descartes: los artificios del estilo
Si es necesario poner en cuestión la transparencia documental, también lo es subrayar la presencia del organizador de sus imágenes, de aquel mediador que las ha intervenido. Ya en las prácticas documentalistas del Direct Cinema norteamericano y del Cinéma Verité francés de mediados del siglo XX, se distinguieron los niveles de intervención. Si bien las dos corrientes trabajaron sobre material real filmado, los primeros postularon la no intervención ni artificialidad dramática para un máximo de realización; mientras que el Cinéma Verité pugnaba por la intervención, vía estructuración dramática. Tal gradación intervencionista sugiere, entonces, distinguir en la representación dos componentes: la huella de lo real y del que la produce. Si el encuadre y el montaje son ya una intervención productiva –recordemos el montaje “productivo” de Vertov–, tal cota se acentúa si consideramos un documental tratado con una dramática y una dramatúrgica, tan en auge en el cine contemporáneo.
Descartes (2009), de Fernando Mieles, me parece un filme destacable por sus rasgos intervencionistas, ya que de este filme no solo interesa lo que le pasa a su personaje –alegoría y parábola de la memoria cinematográfica nacional–, sino lo que le acontece a la película, en cuyo relato se percibe el artificio de una poética y un estilo, de una voz, que, junto a la de los personajes, deja escuchar la suya pero sin recurrir a la voice over: prefirió “hablar cine”. Así, la primera parte, la búsqueda del “director perdido”, está estructurada dramáticamente, como una espera y con cierto efecto de sorpresa; y la pesquisa de la “película perdida” recrea la tensión de lo detectivesco.
¿Cómo cinematografiar el olvido y arrinconamiento de un pionero? El narrador decide una pantalla blanca, restos de películas borrosas y negativos, insertos rápidos de imágenes– vestigio para decirnos: “esta es la película ruina de nuestra memoria que regresa a ráfagas”. He aquí un cineasta que visualmente inaugura el debate sobre nuestra arqueología cinematográfica.
4.¡Al fin un plano contemplativo!
Al encuadre y el montaje como actos de intervención hay que sumar la elección del tema: ese gesto identificador y personalizante de nuestra relación con el mundo y con los otros. Somos lo que filmamos. Y los temas artísticos han corrido con poca fortuna en el documentalismo local. Descartes y Porqué mueren los castaños, de Tito Molina, nos vienen a aliviar de las demandas identitarias. Con Trailer 2 (1999) y El niño y el mar (2007) –dos pequeñas obras maestras del corto nacional–, Molina se anunciaba como un artista dotado que conoce e intuye al cine como un medio de expresión y una técnica que deben ser potenciados con refinamiento y astucias del hacer. Porqué mueren los castaños es la prueba de esa sensibilidad estética que plantea una reflexión sobre la fotografía. Lírico, abundante y elaborado, el filme es un concentrado inagotable –quizá demasiado– de recursos fílmicos que, muy contemporáneamente, juegan en los límites del documental y la ficción; pero las miradas a la cámara, la voz del operador y el abundante material fotográfico y de película casera deciden una lectura documentalizante sobre la infancia, la familia, los objetos y los lugares que aspiramos hayan cometido el milagro de fijarse en una fotografía: aunque aquí la memoria no se la presenta como triunfante y al fin recuperada, sino como una aspiración, como si lo importante de la memoria fuera su búsqueda.
El filme gira así en el círculo de los grandes temas que le interesan al cine-ensayo, ese cine que dispone imágenes y propone sentidos a partir de lo que muestra en su banda de imágenes, y de lo que dice su banda de sonido, sin caer en el facilismo de delegar el peso argumentativo a las palabras. Hay que celebrar la manera en que “desencadena” a la cámara y la libera de su rol de sierva del personaje, abandonando así la narración y centrándose en la descripción para mostrarnos el espacio, paisaje o habitación, con planos vacíos y contemplativos: metáforas visuales de esos lugares de revelación o reservas simbólicas, como ese haz de luz columpiándose en una telaraña.
En el molde de un relato que cubre dos temporalidades, la de la foto familiar rememorada y la vida familiar presente, el filme teje un contrapunto entre acontecimiento y no-acontecimiento: la indagación, las interrogantes de y a la protagonista, alternan con los dramas y aventuras cotidianas del heroísmo menor. Ya lo dijo Bolaño, “todo es importante, lo que pasa es que no nos damos cuenta”.

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